Cuando nació mi primer hijo, su padre fue a ver a una doctora especialista en Neurodesarrollo y le dijo: “Doctora, la madre de mi hijo tiene un problema. Ella cree que el niño es el mejor”. Yo no tenía ninguna duda de que mi hijo era el mejor del mundo, el mejor en todo. A su padre le preocupaba que esa insistencia mía en que el bebé era el más hermoso, fuerte, inteligente y sano, le hiciera algún daño psicológico a nuestro hijo.
La doctora, una mujer de experiencia, le dio una amplia explicación sobre cómo las madres siempre creemos que nuestros hijos son los mejores y para concluir sentenció con severidad: “Ella tendría un problema si no creyera que su bebé es el mejor de todos”.
Cuando los hijos son deseados, una los encuentra lindísimos desde que son un frijolito. Cuando nacen y nos miran con los ojos extraviados nos asombramos de lo inteligentes que nos parecen. Cuando suben una libra y media, nos alegramos por lo gordos que se están poniendo. Cada día mirando de cerca a nuestros hijos nos convertimos en sus protectoras, pero también en sus admiradoras número uno.
Ningún bebé sobre la faz de la tierra es más hermoso que el propio. Ahora, qué sucede cuando se juntan varias madres con sus hijos en una cola del consultorio para ser medidos y pesados. Algunas tapan a sus bebés con un paño blanco para evitar el mal de ojo, otras llegan en sus ostentosos coches que parecen carrozas, algunas tienen a sus hijos vestidos como en un día de invierno con gorritos, zapaticos, monitos y hasta guantecitos.
Porque el mejor bebé, para algunas madres en estos tiempos, debe poseer una serie de andamiajes que van desde ropa en abundancia hasta coches y cargadores sofisticados, biberones, tetes y cuanto tareco se haya inventado. Mi hijo, su papá y yo llegamos a esa feria de vanidades sin más aditamentos que un monito de segunda mano y una penca para echarnos fresco.
Entonces comienza la batalla de las madres por mantener para sus bebés el título de mejor del mundo. “El mío es chiquito, pero ya gatea y todo”; “El mío ya dice papá y mamá”; “El mío come arroz y frijoles”; “El mío tiene cuatro dientes”. No podemos salir ilesos de la tentación de exhibir las pequeñas hazañas de nuestro hijo.
Cuando hay otro niño más adelantado nos vemos presa de una especie de fiebre competitiva y a veces no reparamos en lo dañino que es presionar a nuestro hijo con expectativas. Yo creo que los niños lo entienden todo, yo creo que escuchan a sus padres desde que están en el vientre y llegan al mundo influenciados por esas voces.
Por eso, las madres y los padres debemos respetar los ritmos internos de nuestro bebé y amarlos por lo que son en el instante y no por lo que esperamos que sean mañana.
Quizás con primer hijo fui un poco víctima de la feria de vanidades y quería para él todos los artefactos que veía. La fortuna de ser el más pequeño y tener otros niños en la familia permitió que Diego tuviera de todo. Por otro lado, cada vez que el bebé hacía una mueca, yo gritaba fascinada por su dominio del cuerpo y su inteligencia.
Diego creció y se encontró con otros niños. Cuando metía un gol, era en su propia portería, cuando hacían una competencia de carreras, él llegaba entre los últimos. Quizás por mi culpa, al principio, le costó entender que era el peor en algunas cosas.
Pero ahora llega feliz a casa proclamando su autogol y diciendo con admiración los nombres de los niños que llegaron primero a la meta. Yo sé que mis alabanzas por sus pequeños triunfos cotidianos influyeron en la formación de su personalidad. Es un niño noble, alegre y seguro. Es el peor en los deportes y el mejor en las matemáticas. Y lo hace feliz saber que estoy orgullosa de él.
Los segundos hijos llegan y se corrigen los errores en la crianza de los primeros. Ya no me deslumbran los trastos de colores ni las ropitas ni los juguetes. Intento mantener la compostura cuando hablo con otras madres y oculto las proezas de mi bebé para no ser una vulgar especuladora. Entonces Diego se mete en la conversación y me dice: “Mamá, ¿por qué tú no quieres admitir que mi hermano es un adelantado?”.
Ahora soy más sobria con mis exclamaciones en público, pero cuando estamos solos y Oliver hace algo nuevo, levanta la cabeza, gorjea o se tira un buche, ahí estamos los incorregibles mamá, papá y hermano para decir: “¡Ese bebé es el mejor!”.