Tiene 36 años pero parece que ha vivido mucho más por el mapa de experiencias que ha quedado marcado con tinta en su propio cuerpo. Su nombre es Yenisley Castellanos, nació en Banes, Holguín, y es una mujer tatuadora.
Rechazo. Esa palabra se repite una y otra vez en nuestra conversación, junto a prejuicios, discriminación, acoso. Con la piel cubierta de trazos y colores, Yenisley enfrenta los estereotipos que pesan sobre el oficio que eligió.
«En este oficio, por tu género enfrentas situaciones desagradables. En mi caso, el rechazo de otros tatuadores o de clientes que, cuando llegan a mi casa y ven que soy mujer, dudan de mi capacidad. Me dicen que seguro yo solamente puedo hacer florecitas, delfines, tribales a la cadera o cosas así, sencillas. La verdad es que yo puedo hacer el trabajo de cualquier tatuador, un diablo, una gárgola…».
Además de esas bajas expectativas hacia sus capacidades, ha vivido episodios de acoso explícitos: «Estás tatuando a un cliente y de pronto sientes que tiene una erección. O va otro a tu estudio con su mujer y, mientras la tatúas, él te toca la pierna con morbo. O aparece un atrevido que intenta darte un beso». ¿Qué hacer? ¿Cómo solucionar estas situaciones incómodas sin que afecte tu trabajo?
En sus inicios, Yenisley interrumpía lo que estaba haciendo; no pocas veces el tatuaje quedó sin terminar. Con el tiempo aprendió a ser severa y directa en sus advertencias para exigir el respeto que merece como mujer.
El tatuaje ha estado históricamente dominado por hombres. Pero desde hace algunos años cada vez más mujeres crean un espacio propio en este territorio.
Todavía es un camino difícil para aquellas que dan sus primeros pasos. Y lo era aún más cuando Yenisley comenzó en 2003 con apenas 19 años. En ese momento en Cuba no eran comunes las máquinas originales, la tinta muchas veces era hecha en casa y se utilizaban agujas de acupuntura amarradas a una varilla, cuenta. Cuando ella empezó a tatuar, para los hombres era complicado y parecía imposible para las mujeres.
«Ahora las mujeres estamos más empoderadas, más seguras de nosotras mismas. Hay un montón dedicándose a hacer tatuajes desde hace unos años y eso me hace sentir bien porque ya no estoy sola».
DE NIÑA QUE DIBUJA A MUJER TATUADORA
Yenisley fue una niña intranquila. Para que se quedara quieta en la casa le daban una hoja y un lápiz o un montón de crayolas. «Me encantaba dibujar —recuerda. No tuve la suerte de estar en una escuela de arte porque mi familia no motivó del todo mi vocación. Tuve que conformarme con dibujar lo que me gustaba, participar en círculos de interés y luego presentarme a una prueba de aptitud para estudiar el técnico medio en artesanía».
También se graduó en un curso de locución de radio, fue bailarina en un cabaré, se dedicó a varias actividades hasta que encontró inspiración en su tío paterno Marsden Castellanos, «la oveja negra de la familia por sus tatuajes y su estilo de vida».
Cuando Yenisley dijo en su casa que quería ser tatuadora, nadie la tomó en serio. Era muy joven y era mujer: dos puntos de desventaja social para ese oficio.
Un día unos muchachos de su cuadra se dedicaron a inventar una máquina de tatuar con nada menos que una walkman. «Hicieron una máquina rotativa y amarraron unas agujas con una varilla de protector de ventilador. Con eso empezaron a tatuar a las muchachas de la secundaria».
Así recuerda el primero que hizo ella: «Fue una golondrina dibujada por mí. Tendría unos 19 años o menos. La verdad es que quedó pésimo. La tinta era un invento hecho con máquina de afeitar derretida mezclada con jabón. Sin embargo, la sensación que me invadió al hacer ese primer tatuaje es de las mejores que he tenido en mi vida. Me sentí especial por haber hecho algo permanente para aquella persona».
La precariedad de las tintas y los instrumentos se notaban en el resultado final. «Hasta el mejor tatuaje de aquel momento, si lo comparas con uno actual, está en muchísima desventaja».
«Las máquinas eran inventadas, las fuentes grandísimas dentro de cajas de madera, los pedales también eran de madera o de metal, las agujas improvisadas con materiales de acupuntura y varillas». Nadie se imagina el trabajo duro que suponía lograr un resultado medianamente regular, dice.
«Ahora cuando veo que alguien está empezando a tatuar, me alegro por la persona porque todo es más rápido. Se puede alcanzar en uno o dos años lo que a mí y los que empezaron en aquel entonces nos tomó cinco o seis», asegura. Ahora también existe más conciencia sobre la higiene necesaria y son más accesibles las tintas de calidad.
La familia siempre quiso para Yenisley una carrera universitaria u otro oficio, pero ella escogió ser auténtica y dedicarse a lo que la apasiona. Inicialmente, contó con el apoyo de su tío paterno, casi contemporáneo con ella. «Siempre tuvo mucha más información que cualquier otra persona cerca de mí, porque trabajó con muy buenos artistas en La Habana. Sabía sobre los cuidados y la higiene, el uso de los guantes, la forma correcta de preparar las agujas. Cuando yo veía a alguien haciendo algo mal y se lo decía, me rechazaban un poco. Por mi corta edad y por ser mujer, ellos pensaban que no podía darles lección alguna».
Cuando vio que ella iba en serio, su tía Ivonne comenzó a mandarle desde el extranjero todo lo que necesitaba. Yenisley fue ganando clientela por la calidad de su trabajo.
El primer estudio para tatuar lo hizo en la casa del padre de su hija; ahí, todavía como principiante, hizo su peor tatuaje hasta este día: unas cejas. «La muchacha se movió de pronto. Yo creo que lo que más me atormenta en mi vida son esas cejas».
Cuando se separó, fue a vivir con su abuela paterna y allí siguió trabajando, en la sala de la casa. «La gente iba y preguntaba por “el tatuador” y cuando yo aparecía con mis noventa libras y mi metro cuarenta y cinco de estatura, me decían que era imposible. Parece que una tatuadora tenía que ser una tipa fula, vestida de negro, grande, tosca y muy tatuada. En fin, más prejuicios».
Los clientes fueron aumentando con el tiempo. «Eventualmente, fui dejando todo lo demás y me quedé solamente con los tatuajes. Trabajaba sin ninguna comodidad. Tuve que encargar una camilla de madera guiándome por una original y enseñándole al carpintero cómo hacerla. Además, mi abuela, cada vez que tenía un chance, se sentaba con mis clientes y les advertía que eso no era bueno, que Dios no permitía marcarse la piel y los iba a castigar».
«QUE SER VALIENTE NO SALGA TAN CARO, QUE SER COBARDE NO VALGA LA PENA»
Yenisley menciona mucho a su tío Marsden, espejo y guía para ella. «Con él fui a eventos y exposiciones, aprendí más de este mundo y conocí a otros tatuadores que son ya como familia. Banes me quedaba pequeño para lo que yo aspiraba. En una ocasión recibí una llamada de Varadero con una propuesta de trabajo. Pensaron que sería atractivo para su estudio tener a “la única mujer tatuadora de Cuba”».
En Varadero encontró el sitio apropiado para seguir aprendiendo y mejorar su técnica.
La discriminación hacia el tatuaje todavía la sufre. Las madres de los niños que van a la escuela de su hija la miran raro en las reuniones… «también las profesoras y los que me ven por primera vez. Luego, les toma poco tiempo descubrir que en realidad no me parezco a esa idea que ellos se forman en su cabeza. Mis tatuajes son parte de mi historia, de mi trabajo y mis preferencias. No hay nada más satisfactorio que demostrarles a todos que puedes hacer con tu vida y tu cuerpo lo que entiendas conveniente».
A esta mujer lo que más le gusta es ver el rostro de felicidad de un cliente cuando ella termina algún trabajo: «Tienen una parte de mí, de mi esfuerzo y mi arte en la piel, y siempre los acompañará. Ese es el mejor trofeo».
Yenisley está tatuando sola en su casa en Varadero. El estudio donde trabajaba cerró porque el dueño se fue de Cuba, y la pandemia del coronavirus ha puesto pausa a sus proyectos y planes. El más importante: tener su propio estudio con un amigo y continuar dibujando la piel.
A lo largo de casi dos décadas tatuando, también ha aprendido a ser tolerante, a no responder a la agresividad con agresividad y a adaptarse a las características y necesidades de los clientes. «He tenido muchos que se desmayan, acompañantes que tampoco toleran ese momento, y personas de todas las edades que llegan a tatuarse con ilusión».
Uno pasaba de los 70 años y llegó para cumplir un sueño de juventud. Le contó que primero no lo hizo porque sus padres no se lo permitían; luego, porque la gente decía que los tatuajes eran de presidiarios; después, porque se hizo marinero, o a su mujer no le gustaban. Y el tiempo pasó. Hasta que se decidió. Cuatro tatuajes se hizo, para saldar la deuda consigo mismo.
Yenisley se ha hecho más de treinta. El primero fue casi en la adolescencia, un tribal en la cadera que debía ocultar de su abuela cada vez que llegaba a casa. Ahora está escondido debajo de los símbolos de Superman y Batman, sus superhéroes preferidos desde que era niña. También tiene a John Travolta, su actor favorito, y comparte tatuajes con su pareja y algunas amigas.
En la espalda están el rostro de su hija junto al de Arya Stark, personaje de la serie Juego de Tronos que la impactó por su fortaleza y determinación: «Me gustaría que mi hija fuera así de fuerte, por eso las puse juntas».
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