Hace unos días mi primo vino a ver al bebé Oliver y me dijo: “Prima, ¿pero qué te ha pasado? Pareces un chifforobe”. Me reí a carcajadas con su comentario, sin embargo, si no fuera yo tan desprejuiciada, me habría echado a llorar ante su despiadada metáfora de mi cuerpo.
El embarazo, además de la alegría de un bebé en camino, trae consigo una serie de modificaciones en el cuerpo de la mujer. Algunas sufren más los cambios después del parto, cuando ya no hay pancita bonita pero nuestros cuerpos no han vuelto a ser los de antes. Ya conocemos la importancia desmedida que se le da al esteticismo del cuerpo en la sociedad contemporánea.
El embarazo, el parto y los primeros meses de un bebé son etapas sumamente complejas para las madres. Se experimentan cambios emocionales, hormonales, físicos, espirituales. Aunque estemos bien acompañadas, como en mi caso, hay una dosis de soledad en esos procesos. Una soledad inevitable que está marcada por el dolor y la deformación del cuerpo físico. Aunque el bebé tenga una gran familia esperándolo con los brazos abiertos, es nuestro útero quien lo sostiene. Entonces, más allá de todo el acompañamiento del mundo, del amor y las buenas vibras de la familia, se trata de mi bebé, mi útero, mi vagina, mis pechos, mis brazos, mis piernas, mis manos, mi cuerpo anexado irremediablemente al suyo.
Luego del nacimiento, nos cuesta más todavía entender la filosofía oriental en torno a la fusión del cuerpo y la mente. Entonces, no solo nos acogemos a la visión occidental de separar cuerpo y mente, sino que tenemos dos o tres cuerpos y una sola mente intentando comprenderlos, orientarlos, dominarlos.
Todas las mujeres somos diferentes. Yo, por ejemplo, con 32 años, a cinco meses del nacimiento de mi segundo hijo, tengo tres cuerpos en uno, ese que mi primo ha comparado cariñosamente con un chifforobe.
Primero está mi cuerpo maternal, que se vuelve una extensión del cuerpo del bebé y es tibio, dulce, suave. Ese cuerpo es como una nave madre que brinda seguridad y placer, una mezcla de pipi, caca, leche, baba, lágrimas y sudores compartidos. A pesar de lo difícil que resulta mantener a un bebé satisfecho, contento y sano, la nave madre está diseñada para lograrlo. Con mi cuerpo maternal me siento siempre cómoda y soy exitosa, absolutamente seductora e infalible a los ojos de mi bebé.
Después está mi cuerpo sexual, con el que me siento menos a gusto, pudiera decir que extrañada, como si ese cuerpo fuera de otra persona y no mío. Sentirse bien con el cuerpo sexual después del parto no implica solamente ser deseada y amada por la persona con quien se comparte la intimidad.
Aunque el compañero sexual sea hombre o mujer, sentirse a gusto con el cuerpo sexual tiene que ver con la aceptación personal, con sentirnos hermosas y apetitosas. Mi mente no consigue equilibrar correctamente mi cuerpo sexual y mi cuerpo maternal. En mi imaginario, los deseos de esos cuerpos se contradicen y hacerle caso a uno implica desoír al otro.
Tal vez algunas mujeres al igual que yo tengan problemas para sintonizar dos canales a la vez. En esa pugna silenciosa, casi siempre gana el cuerpo maternal y el pecho desnudo deja de ser un acto erotizado para convertirse en una expresión de amor y protección profundamente ligada a la naturaleza.
Por último, está mi cuerpo social, de los tres el que menos he expuesto gracias al coronavirus. El cuerpo social es ese que ve la gente de afuera, los que no tienen acceso al cuerpo maternal ni al cuerpo sexual. Por suerte, no presto demasiada atención a las exclamaciones de familiares, amigos y vecinos: “¡Pero qué gorda te has puesto!”, “¡Estás hecha un tambuche!”, “¿Pero ya pariste? Sigues gorda…” o “¡Ay, no te has recuperado todavía!”, como si hubiera sufrido los embates de un ciclón.
Me pregunto si las que siempre fueron gordas nacieron afectadas. Yo, que siempre he sido flaquita, ahora estoy gorda, pero si mis hormonas hubieran funcionado de otra forma y estuviera flaca entonces las exclamaciones serían otras: “¡Pero qué flaca te has puesto!”, “¡Estás seca!”, “¡Ese niño te está chupando!”, “¡Qué mal le sienta la maternidad, está destruida!”. Sí, porque no solo te exigen tener un bebé de compota, sino que también seas una mamá de revista. Una tiene que lidiar con los cuidados del bebé, los vaivenes del ego provocados por las faenas de los tres cuerpos y, además, con la opinión pública.
No sé cuánto tiempo tienen estipulado mi vecindario, mis familiares y mis conocidos para que mi cuerpo vuelva a ser el de antes. Cuando tuve a mi primer hijo también engordé durante los seis primeros meses en los que estuve dedicada a la lactancia exclusiva, luego volví a ser flaca y recuperé mis vestidos favoritos. Casi diez años después no sé si mis hormonas funcionarán igual o, tal vez, para molestar a mis vecinos, me hagan engordar cada vez más. Yo no sé.
Mientras tanto, la nave madre es, de los tres, mi cuerpo favorito y he aprendido a disfrutarlo y a entenderlo a pesar de las contradicciones que genera con el cuerpo sexual y el social. La relación con mi cuerpo físico es aún confusa, está llena de tensiones generadas, en la mayoría de los casos, por mí misma. Por suerte el papá de Oliver, mi compañero de vida, me comprende en estos dilemas como si fuera una gran amiga. A veces se burla cuando no me sirve alguna ropa, me dice “mi gordita azul” y siempre espera una señal para acercarse a mi cuerpo sexual. Para mi pequeño hijo y para su hermano de nueve años, mamá es un todo. Mamá es cuerpo, mente y alma al mismo tiempo. Mamá es mamá.