Sveta y yo estábamos en una clase de francés, habíamos terminado un examen, salimos a la calle y nos acercamos a una cafetería de las inmediaciones en busca de café. De pie junto a una mesa la vi beber despacio, luchando con una servilleta contra los restos de un afeitado sin descañonar. Mencionó un eficaz procedimiento para matar la raíz del pelo. «Lo que me espera es mucho», dijo sonriendo.
Pero ambos sabíamos que su fuerza de voluntad era enorme, y que el camino a recorrer estaba lleno de dificultades. Había acumulado una copiosa bibliografía sobre el mundo donde estaba aposentándose lentamente, y ya contaba con entrevistas, testimonios clínicos, reportes de investigación y cientos de fotografías.
«Mira lo que me han regalado», abrió sonriente los ojos. Hurgó dentro de su sempiterna mochila y extrajo una bolsa de papel. Dentro había una peluca. Lacia, de color café claro. Parecía hecha con cabello real y se lo dije. «Pero es real», confirmó. «Fantástico», dije. «Fantástico es el precio, estas pelucas sí son muy caras», subrayó.
Después me hizo la historia de la persona que le compraba esas y otras cosas (maquillaje de marca y algo de lencería): un profesor canadiense, arquitecto retirado y activista gay. Había visitado La Habana y se habían hecho amigos.
Ser un ejemplo de transición M2F (male to female, es decir, persona que transita de hombre a mujer, para decirlo con rusticidad, porque los activistas que se las dan de teóricos padecen de empachos categoriales que conducen al extremismo y a los tiquismiquis), y en especial serlo en la Cuba de estos tiempos (aunque en Cuba las épocas se suceden unas a otras a gran velocidad), significa estar en una situación como mínimo complicada en términos familiares, sociales, financieros, etc., etc. Pero Sveta no perdía su fuerza al enumerar (y para enumerar era la primera: hacía listas muy detalladas) lo que le hacía falta para lucir y verse como ella quería.
Caminamos despacio rumbo al malecón. Fui contándole algo de lo que ella vería como «novedad” en CiberSade, pero sobre todo en La lengua impregnada, que estaba por aparecer. «Mi mamá dice que ella parió un varón», soltó de improviso cuando nos sentamos en el muro. «Bueno, hijo o hija supongo que no importa… aunque para una madre estas cosas sean difíciles», observé sin saber si mi comentario era o no apropiado.
«Entiendo que esté en shock… eso lo entiendo… pero no que ni me hable ni me mire», contestó. «¿Y tu papá? », pregunté. «Normal… pero él hace como que el asunto no existe, lo borra de su mente y sigue de largo, ¿entiendes?», dijo.
Cierto día, cuando ya anochecía, me reuní con Sveta en su casa. El ambiente era tenso pero fui acogido con buenas maneras. Hubo gentileza. La prima, decretada como «disoluta” por la madre de Sveta, se encontraba allí. Preparó té con miel y limón. Y los tres nos encerramos a conversar en la habitación de Sveta.
Antes de vaciar mi taza tuve la primera revelación, que más bien era un anuncio: la muy aguileña nariz de mi amiga iba a modificarse luego de una rinoplastia: anhelaba muy en serio tener una que fuera recta, pero respingona. Así era cómo la quería. Incluso ya tenía turno con el cirujano. La segunda revelación de mi amiga se encontraba en (o era) su armario (cerrado con un candado, dadas las circunstancias).
Allí vi una ordenadísima multitud de cajitas, bolsas y gavetas. Pestañas postizas de diferentes tipos, rizadores, carretes con cintas de colores, anchas y estrechas, apliques diversos, juegos de maquillaje, bases líquidas y en polvo, sombras de ojos, lápices labiales, brochas, pinceles, delineadores… y vestidos. Una decena de vestidos de gran elegancia, blusas, faldas, medias y zapatos.
De la lencería de Sveta no sé ni qué decir: pura gracia sensual. No eran (lo aclaro) los blúmeres de un varón queriendo parecer una hembra, sino los blúmeres (las bragas, los calzones, o como quiera decirse) de una mujer que se acerca, con una idea de la feminidad muy suya, a esas prendas íntimas y las escoge como mujer según el encanto y la jovialidad que observa en ellas.
Y entonces, luego de observar detenidamente todo aquello, escuchando las minuciosas explicaciones de Sveta, ocurrió lo mejor: anunció que iba a vestirse, a hacerse. Aquel proceso iba a durar mucho tiempo, pero un escritor como yo, que además era un amigo, no debía ni detenerse en la duración de semejante privilegio.
Tan sólo asistir a él, testificarlo y aprehenderlo en sus pormenores. Y así fue. Primero el rostro, la reconfiguración de los labios y las cejas, de los ojos y la frente (que revelaba restos de acné). Vi a Sveta colocar con cuidado la base sobre la que iría el maquillaje final, y, tras una hora, apareció su peluca rubia de rizos.
Cuando se la puso y nos observó, ya era ella misma, Sveta, pero con un añadido singularísimo sobre el que pude indagar después: su voz había cambiado, se había feminizado. ¿Cómo podía ser? Era, según ella, el resultado de un proceso natural: a medida que se metamorfoseaba y entraba, gozosa y brillante, en aquel campo de su yo en libertad, donde podía ser quien realmente era, su voz de varón quedaba relegada, confinada, y aparecía, superpuesta, otra: la voz real, la voz que había reprimido tantas veces.
Vi su cuerpo desnudo, sus genitales, su vello negro y abundante, y le pregunté por qué no se rasuraba. «No me conviene, con el vello disimulo muchísimo», respondió. Y ese fue el instante en que la vi hacer algo tremendo: esconder sus testículos haciéndolos pasar por entre dos huesos o cartílagos del pubis que están en o forman parte de (no tengo la menor competencia en relación con el conocimiento del sistema óseo) la sínfisis del pubis.
Absorta y relajada, Sveta consumó la extraña operación y después dobló hacia abajo y atrás su pene. Y se puso, lo recuerdo bien, un blúmer de listas azules, verdes y amarillas. La verdad es que, a simple vista, no se veía allí nada de masculinidad.
La libertad del yo, y la del cuerpo donde el yo apoya y emplaza una zona de sí, son territorios que ningún sistema político, ninguna institución, ninguna ideología, ningún pensamiento filosófico tienen derecho a coartar, prefijar, condicionar, subvertir.
La alianza (anómala o no, crítica o no, condicionada por espejismos o ilusiones o ensueños de la voluntad y el deseo) entre el yo y el cuerpo es asunto de las conciencias libres, de las individualidades en libertad, de los espíritus abiertos.
Y Sveta, cuando ya no podía más, se encerraba en su cuarto y se vestía para sí, se construía para ella misma como espectadora única de su cuerpo futuro (y también del presente).
Pero un día descubrió que era capaz de salir a las calles. Salir después de las 10 pm luego de hacerse en casa de su prima. Caminar al filo de la medianoche por la avenida Santa Catalina, bajo las luces inciertas, desde Mayía Rodríguez hasta los cercados de la Ciudad Deportiva.
Andar y desandar la célebre calle desde la Casa Rosada (donde se venden dulces muy ricos y muy caros) hasta la heladería Ward, en cuyas inmediaciones hay proxenetismo y ofrecimientos sexuales libérrimos, y donde los automóviles pasan despacio, semiapagados, por ambas sendas, a ver si hay suerte.
«¿Has tenido algún encuentro allí?», indagué. «Me llamaron dos veces, con discreción y hasta con amabilidad, pero siempre me ha dado miedo, no sé qué expectativas tienen esos hombres», me explicó. «Bueno, ya llegará el momento en que te atrevas a contestar», supuse. «En realidad eso no me interesa, sólo quiero verme como me veo ahora, o mejor, y lograr que ellos me miren y me llamen», concluyó.
La vida no era entonces como ahora, por supuesto, pero independientemente de los deplorables vaivenes de un país como Cuba, la ordenada mente de Sveta no se engolosinó con ninguno de sus pequeños trofeos.
El profesor canadiense y ella seguían en contacto, rumbo a alguna parte, y un día supe que, por intermedio de él, ya Sveta estaba en contacto con un médico hindú que trabajaba en Thailandia y ostentaba una doble reputación: se le conocía por ser un destacado cirujano de reasignación de sexo y sus honorarios se hallaban muy por debajo de la media.
Habana – Moscú – Bangkok. Todo fue cauteloso y expedito. Apenas hablamos de los alrededores de su viaje. Y un par de días antes de marcharse me visitó en Luyanó con unos regalos que habían formado parte de su escape hacia ella misma, contemplando su drama personal, y su épica cotidiana, en otras personas parecidas a ella o como ella.
Aún puedo verla regalándome los DVDs de Philadelphia (1993), de Jonathan Demme, y The Birdcage (1996), de Mike Nichols, más unas revistas y una memoria flash con fotografías.
Le fue muy bien, según me contó. El amigo canadiense, una persona extraordinaria sin cuya compañía Sveta no habría podido llegar a su meta personal, la esperó en Bangkok. Ambos se mantuvieron allí por algún tiempo, incluido el postoperatorio (una genitoplastia feminizante).
Sveta, amante de los detalles, me escribía correos electrónicos de dos páginas. Y yo hacía mis mejores esfuerzos por actualizarla sobre La Habana y sus altibajos, a pesar de vivir casi en las afueras del mundo, dedicado tan sólo a la literatura.
Casi un año después de todo aquello se mudó a Barcelona. Halló trabajo en un bazar y después en un negocio de ropa reciclada. Allí conoció a un cubano. Un músico. Ya no tenía que hacerse. Ya estaba hecha. Era quien era, y desde ese importantísimo horizonte avanzó hacia su destino: una existencia como mujer.
Una última cosa, que creo servirá como punto de misterio, como ejemplo de maravillosa complejidad y como símbolo de riqueza. Al preguntarle a Sveta si definitivamente prefería tener sexo con hombres, contestó que sí. Y refirió lo siguiente, que me parece extraordinario: «Pero a lo mejor me convierto en una especie de lesbiana, porque las mujeres no han dejado de gustarme». ¿Se imaginan lo que es dar esa vuelta? Ante la persistencia de mi sorpresa fue muy concreta: «Las mujeres siempre me han gustado, pero como si yo fuera una de ellas”. Y ya lo era, en suma.
La libertad es el don más portentoso de todos. Una dádiva que sólo tiene sentido cuando la consigues tú, no cuando te la ofrecen.
Lea la primera parte: Sveta, o el camino de la verdad (I)
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