Cuando confirmé lo que significaba la palabra masturbación no fue por algo relacionado con el placer. Al contrario. Yo estaba en quinto grado y llegué a mi casa en un hilo de nervios. En el parque donde había jugado siempre, un hombre se estaba tocando el pene desde un lugar en el que dos amiguitas y yo lo podíamos ver. Era nuestro primer “pajuso atrás de una mata”, pero esto lo sabríamos después. En la casa, mi tía en la puerta escuchó mi relato tropeloso y sentenció: “un degenerado masturbándose”.
Veinte años después podría llegar hoy y hacer la misma historia; pero a golpe de costumbre no la contaría con susto. He visto, sola o acompañada, hombres masturbándose en una guagua a las ocho de la mañana; de noche en un taxi colectivo después de pedirme ayuda con una dirección; de día siendo el propio chofer del taxi —“cómo se rasca este hombre la barriga”, había pensado—; montado en una bicicleta; en la costa fuera del agua y dentro del agua también.
Con el tiempo una desarrolla un sexto sentido para detectarlos. Pueden tener casi cualquier edad y aspecto, pero se consigue identificarlos en la cola para entrar al cine, y sentados en un banco de parque. Algunos usan algún accesorio como una bolsa, una carpeta o un periódico para esconder su mano en acción. Al cine hay quienes llevan una chaqueta o un saco. Entran, se posicionan estratégicamente y cuando se apaguen las luces, el saco irá de los hombros a las piernas.
Hay distintas opciones de reacción posible: ignorarlos, alejarse, ofenderlos, asustarse… En algún punto decidí empezar a confrontarlos, pero reaccionando sin miedo ni insulto o escándalo. Me parece que cualquier variante visceral, por ser más predecible e imagino que frecuente, termina alimentando sus fantasías, es parte del guion que ellos tendrían en mente.
En cambio, un comentario sobrio y desapasionado puede descolocarlos. Ponchar el globo. Y lo ha ponchado. Una escena en la cual la mujer no grita o no se asusta, suele estar fuera de los escenarios proyectados por el masturbador. En frío no hay morbo.
Pero hoy me falló mi fórmula de imperturbable y le estampé un manotazo a uno que encontré caminando por Quinta Avenida en Miramar. Probablemente tiene mi edad, estaba parado en una esquina. Cuando me vio, empezó a caminar hacia mí, de frente. Me pasó por al lado y cuando lo tuve suficientemente cerca, le di por la espalda con el puño. No me bastó con eso y empecé a perseguirlo, mientras él apretaba el paso y huía de mí.
Esta vez el voyeur, onanista… el pajuso, el tirador —hasta tener que nombrarlos molesta— y no la acosada fue quien huyó. Se me adelantó rápido, yo seguí a escasos metros detrás de él, diciéndole que iba a llamar a la policía. Lo estaba espantando y cazando a la vez. No sé exactamente para qué, no estaba pensando, no pensé perseguirlo ni estaba calculando cuál sería mi siguiente paso. ¿Tirarle una foto? ¿Reducirlo con una inexistente superioridad física? ¿Exigirle el carné? ¿Entrevistarlo?
Un hombre mayor se aproximó, después de cruzárselo en su fuga y darse cuenta de que algo no estaba bien. Me dijo que pensó que era un ladrón. Trató de ¿tranquilizarme? diciéndome que era normal en la zona, que siempre andaban por ahí y que casi siempre eran negros. Le dije que no, que eran blancos, mulatos, negros y albinos. Las mujeres podemos dar fe de que son de todos los colores.
Mujeres cubanas de paso o viviendo en otros países aseguran que no los han visto nunca, o muy pocas veces. Sin embargo, una búsqueda rápida en Internet devuelve reportes desde México, Chile, Perú, Colombia, Italia, Reino Unido, ¡Suecia! Es difícil tener estadísticas sobre este fenómeno en Cuba. Pero es vox populi una gran cantidad de lugares públicos famosos por la práctica y es amplísima la diversidad de situaciones en que ocurre. Tenemos un problema.
Hay teorías populares de que podría ser resultado de las limitaciones para el consumo de pornografía; que quizás la energía que se liberaría íntimamente de esa forma termina en la calle. Otros arriesgan que es la poca disponibilidad de espacios con suficiente privacidad donde tener relaciones sexuales o incluso masturbarse. “La sangre caliente”, la promiscuidad, el hacinamiento, las frustraciones… un poco de todo. En realidad, es la impunidad la causa mayor.
El Decreto Ley 141, sobre las contravenciones al orden interior, establece multa de apenas 40 pesos a quien “toque o acaricie lascivamente a otra persona sin su consentimiento” u “ofenda las buenas costumbres con exhibiciones impúdicas”. Sin embargo, en el Código Penal, el Artículo 303 establece sanciones de “privación de libertad de tres meses a un año o multa de 100 a 300 cuotas” a quien “acose a otro con requerimientos sexuales” u “ofenda el pudor o las buenas costumbres con exhibiciones o actos obscenos”. No sabemos con qué rigor se aplican estas normativas; el hecho de que la sanción suele reducirse a una multa, la visibilidad que tienen y la frecuencia con que lo hacen, indica que no mucho.
Tanto en Cuba como en otros países que reconocen la masturbación en espacios públicos como delito, hay algo que también limita la efectividad de las denuncias y es la forma en que ocurre. Salvo raras excepciones, no es posible retener al agresor ni identificarlo. Desde hace unos pocos años existe la opción de hacerles una fotografía o un video. Claro que esto también supone riesgos. El fotografiado puede reaccionar con una agresión más violenta o llevar su demostración sexual a otro nivel, incluida la violación.
El que me interceptó hoy en Quinta Avenida también pudo haber respondido con más violencia. Fue un riesgo que en el momento no calculé. Quizás quise vengarme mínimamente de veinte años de gente extraña mostrándonos a tantas algo que no pedimos ver. “Regañarlo por fresco”, como una matrona que pone en su lugar a un equivocado. Una heroína hipotética de mis amigas. Una madre espantándole un bicho malo a su hija, que sería yo misma, la niña de quinto grado que de un tirón perdió la inocencia y comprendió que su parque no era su casa, ni el patio de juego donde nada más cabía la diversión.
Hoy puedo hacer el cuento con cierto cinismo y hasta burlarme de lo patético de la situación. No lo hago con miedo; pero tampoco con resignación.