La crisis pandémica en Cuba vino a sumarse a otras crisis anteriores, como la del desabastecimiento crónico. Hoy es prácticamente imposible entrar en una tienda sin haber hecho una cola de horas. Para intentar garantizar un acceso más o menos parejo de los pocos productos disponibles, se han ensayado nuevas formas para comercializar productos de primera necesidad y la gente, a su vez, ha asumido nuevas formas de comprar y vender, y de revender.
Para evitar que la velocidad de estos cambios deje en el camino a las personas mayores de 65 años, consideradas población de riesgo frente a la COVID-19 y sobrevivientes maltrechos del ordenamiento financiero, en algunas provincias el Poder Popular coordinó con sus delegados el registro de aquellos casos que necesitaran ayuda. Esta consistiría en darles la posibilidad, con frecuencia mensual, de comprar en una tienda designada como parte de una cola preferencial.
Mi mamá tiene 66 años y es hipertensa. De sus cuatro hermanas mujeres, tres son mayores que ella y tienen sus propias comorbilidades, como hemos aprendido a describirlas con las conferencias del Dr. Francisco Durán. El mes pasado les tocó la compra por «vulnerables». Este es un testimonio reconstruido a partir de muchos mensajes de chat; un retrato de personas mayores que madrugan para hacer una compra limitada una vez al mes en medio de la pandemia y de nuevas nomenclaturas burocráticas:
Tuve la dicha, como sexagenaria e hipertensa, de recibir este favor junto con dos de mis hermanas añosas. Como buenas puntuales, a pesar de que la tienda abría a las 9 de la mañana, nos las agenciamos para llegar a las 5 e intentar encontrarnos entre los primeros. Error de cálculo: doce vulnerables se nos habían adelantado, más una muchedumbre de personas invulnerables que había dormido en algún árbol, garaje o pasillo cercano por el que habían pagado para pasar la noche.
En el grupo un ciego «merolico» hacía una disquisición semántica y conceptual acerca de si él era vulnerable o impedido físico. Había otros tan viejitos y desorientados que sentí pudor de estar en aquella cola.
Estaba sentada en un muro pequeño, a la distancia requerida de otras personas que también se habían sentado allí. Cerca de mí, una señora comenta que tiene prótesis de cadera. Le ofrezco mi pedazo de muro para que se siente. Me fui a unos metros de allí y encontré asiento sobre un cartón junto a la puerta del edificio cuyos bajos ocupa el mercado. Se abre una puerta y sale alguien que con voz autoritaria me dice: ¿Me permite el cartón por favor?
– Se lo doy con mucho gusto; pero, ¿por qué?
– Porque esta es la entrada de mi edificio y la gente que viene al mercado la tiene hecha un asco.
Sin más, me paré del cartón y él lo pateó hacia el contén. Quizá está irritado porque el ruido de la gente que madruga frente a la tienda no lo deja dormir.
Cuando empezaba a amanecer llegaron cuatro personas, dos hombres y dos mujeres: los organizadores de la cola, designados por el Partido y el Poder Popular. Ellas bien enfundadas en ropa ceñida al cuerpo y tenis cómodos para la actividad; ellos, con chalecos de los que usan los fotógrafos, con muchos bolsillos.
Poco después se sumaron dos oficiales de la policía, que se bajaron de un carro patrullero y se dirigieron a la cola de los invulnerables. Se armó mucha algarabía hasta que el grupo terminó por organizarse. Los oficiales repartieron 150 turnos. No alcanzaron.
Una de las organizadoras se aproxima a la cola nuestra con una carpeta de papeles desordenados. «¡A ver, los vulnerables!» Y ahí comencé a evocar mis lejanos tiempos de escuela primaria: «A ver, se me ponen uno detrás del otro. Si no, no paso la lista. Ah, y el que no esté en la lista, lo siento, pero se va».
Nos organizamos disciplinadamente para que «la profe» de ocasión chequeara si estábamos o no en la lista caótica que traía. Al llegar el turno de mi hermana, le preguntó «¿Qué circunscripción 28? No me suena», sembrando una duda y desatando una tensión que duró hasta que por fin encontró nuestros tres nombres. «Tú matas de los nervios a cualquiera», le dije. Me miró con cara de pocos amigos mientras me decía en voz baja «Están tomando foticos de la cola y la policía está ahí». Me estaba advirtiendo como quien dice «cállate que te tengo».
Cuatro horas después, llegó el momento de abrir la tienda. Lo establecido era que entraran todos los vulnerables primero y la cola de invulnerables después. Pero antes de que entrara el primer vulnerable, salieron varias personas con su compra, un grupo que nadie sabe por dónde entró.
Avanzan entonces los cinco primeros vulnerables. Yo entraría en la segunda hornada. Pero pronto las personas se amontonaron y desoyeron la orden de colocarse a partir de un poste que dieron como punto de referencia. El que parecía el jefe-jefe dijo, como si dictara una sentencia: «Pues ahora van a entrar cinco de ustedes y cinco de la cola. Se lo buscaron por no obedecer», remató.
Cuando se acercaba mi hora, el jefe-jefe comenzó a mirar con expresión de duda a la gente de la cola. Resolvió hacer un escrutinio. «Ahora ustedes y yo vamos a conversar un poquito –dijo–. Vamos a conocernos: a ver usted –dirigiéndose a un muchacho que estaba detrás de mí–. ¿Usted es vulnerable? ¿Usted se cree vulnerable? El muchacho, entre avergonzado e indignado, le respondió que no lo era ni creía serlo: «Es mi madre, que está postrada en una cama y yo soy la única persona que pueda asistirla».
– Enséñame tus papeles.
– No tengo papeles; pero si no puedo comprar, no compro y me voy y ya.
El muchacho hizo un gesto para retirarse pero la gente, justiciera, le dijo que no se fuera.
– ¿Por qué yo tengo que creer que tu mamá tiene ese problema? –siguió el jefe-jefe su interrogatorio.
– Mire, usted me está faltando el respeto… Porque la Delegada del poder Popular lo considera así –contestó el muchacho por fin.
Pero el jefe-jefe dijo que no creía en delegadas, que «ya hubo un explote porque una delegada estaba vendiendo los turnos» y detuvo ahí la conversación. El muchacho se quedó, ofendido y resignado.
Una viejita le pedía a su hijo que la llevara a casa de alguien conocido que vive cerca. «Es que me estoy orinando; no puedo aguantar más. El otro día me oriné». El hijo hizo una gestión para que una persona que estaba en un portal cercano les hiciera el favor de dejarla pasar al baño de su casa.
Mientras esperaba mi turno después de cinco de la cola de invulnerables, la que iba detrás de mí suspira su esperanza de que haya jabón, dice que lo necesita mucho. Su padre es parapléjico y ensucia la cama. Tiene que lavar mucho a diario. Dice que ha tenido que usar «el de tocador caro» porque no encuentra detergente ni jabón de lavar. Estuve tentada a ofrecerle algunos jabones de lavar, pero me mordió la previsión: ¿Y si después es a mí o la familia a quien le hacen falta?
Aparece en el escenario una mujer más que sexagenaria con su hijo con retraso mental severo. El muchacho apenas se sostenía por el temblor de sus piernas. «Esa criatura no puede estar en la calle», murmuró una mujer. Otra reafirma «A ver si no es más fácil que lo deje en la casa y venga ella, porque él edad tiene para eso». Su molestia insensible se debía a que quizá adivinó que la señora pasaría primero y compraría dos cuotas: una por ella y otra por su hijo con retraso. Más tarde llegó otra madre, algo más joven que la anterior, también con un muchacho discapacitado. Ellos no corrieron la misma suerte: la organizadora le pidió el dinero y le alcanzó ella misma la mercancía correspondiente a una persona. Parece que quiso evitar que comprara por su hijo también.
Después de presenciar esta escena, me toca entrar. ¡Entrar a una tienda! Cuando lo normal se convierte en excepcional.
Había galones de aceite de 4 litros; paquetes de muslos de pollo de 4,5 kg; «perritos», que a mí me gusta llamar salchichas para aportarles un poco de sofisticación; cartones de huevo y jabón de tocador y de lavar. Me alegré por mi compañera de infortunio colero. Mientras sacaba las salchichas de una nevera horizontal, coloqué la cestica plástica vacía encima y así fue como me gané el segundo regaño de la mañana: «¿Usted no ve que rompe la nevera?», me gritó la dependiente.
Cuando acumulé la cuota de productos que me tocaban, me dirigí a la caja. Todo por el módico precio de 660 pesos cubanos, la moneda resucitada que no termina de regresar a la vida. Apenas en la salida, alguien que no madrugó estaba presto a ofrecerme 500 por el aceite que yo acababa de pagar con 194.