El día de ayer el presidente de #Cuba Miguel Díaz Canel dijo que había que articular cuatro elementos para hacer política en el país: «cultura en su concepto más amplio, ética, el uso del derecho y la solidaridad».
Durante esa misma jornada, se derramó en los medios de prensa, las redes sociales, las tramas vecinales y las vidas domésticas, la noticia de las sentencias a 129 de las personas manifestantes en julio pasado. De ellas solo una fue absuelta y el acumulado de años imputados al resto es de 1916 años de cárcel. Tiembla el pulso de escribirlo.
La «cultura en su concepto más amplio» implica mirar a todas las prácticas, lo que la gente hace, individual y colectivamente, y su compleja dimensión semiótica. Implica trabajar, considerar, aprehender y dejarse transformar por lo que son todos los pueblos que habitan el país. Implica entender cómo y por qué somos como somos y las demás personas son como son y que todas pisan, de pleno derecho, la misma tierra. Implica hacer política sobre el hecho de que lo que pensamos, sentimos, hacemos, sabemos, queremos y no queremos, entraña conflicto y entraña, también, conciencia del poder que se ejerce y es ejercido.
La ética a la que se refirió el presidente no debe ser solo la ética privada sino la ética pública, y su nudo con la política. Y eso supone la búsqueda que intenta discernir cuál es la mejor forma de vivir de los seres humanos, tanto como el ejercicio individual de la conciencia moral de cada quien. Necesitamos ética para pensar la política, y viceversa. Necesitamos, en efecto, urgentes mejores maneras de vivir juntos, juntas, cada quien, y en conjunto.
El «uso del derecho», por su parte, no es el uso irrestricto de la ley punitiva o de alguna doctrina carcelaria preventiva o ejemplarizante. Las múltiples fuentes del derecho obligan que sus usos sean, también, usos en conflicto y estén sujetos a una permanente revisión y a agudas impugnaciones. Eso incluye el legítimo debate (no necesariamente de «cuello blanco» o de comisiones cerradas) popular sobre la relación entre derecho, ley y justicia, que no son necesariamente lo mismo. Incluye también pensar y actuar con transparencia respecto a cómo desmantelar la ilegalidad estructural que está en la médula del país, porque para poder sobrevivir los de abajo deben constantemente bordear o romper la ley mientras observan la impunidad de la corrupción de otros de arriba. El uso del derecho no implica, no puede implicar, convertir al derecho penal, que es de última ratio (última herramienta de control social del Estado para hacer frente a los conflictos) en el recurso más a mano y en expansión para tramitar los conflictos. El uso del derecho no es, no puede ser, algo distinto a la discusión sobre la justicia y sobre la reciprocidad de la libertad.
Si, por último, despojamos la solidaridad de sus usos pragmático-utilitaristas más recientes, ella es posible solo cuando todos, todas, disfrutan con libertad de los medios de vida que ofrece el país en que viven. Si hablamos de solidaridad política, no es posible la solidaridad entre desiguales, no es posible la solidaridad entre patrones y empleados, no es posible la solidaridad entre quienes detentan un poder y quienes son sujetos de él. Además, la solidaridad política no es un mantra ni una abstracción de un principio moral. La solidaridad política no existe sin una estructura institucional dentro de la cual existan de hecho acciones solidarias, instituciones solidarias que intervengan el desbalance de poder, de derechos.
Por todo, la única forma hoy en el país de hacer política pensando en la «cultura en su concepto más amplio», con ética política, haciendo uso del derecho y desplegando la solidaridad real, es abriendo un proceso de #amnistía para las personas presas por las manifestaciones del 11J y el 12J. Nada más ético, solidario y justo en derecho que eso.
*Este texto se publicó originalmente en el blog de su autora, Cuidadanías. Se reproduce con su autorización.