El amor ha sido territorio y medio de disputa entre la libertad y la opresión. Ha tenido diversos contenidos a través de la historia, específicos para cada género, clase social, edad, pueblo y cultura. Mujeres y hombres aman de maneras diferentes. Aprenden contenidos y objetivos propios del amor: necesidades, deberes, prohibiciones y límites.
La cultura patriarcal, hegemónica hoy, moldea como valores esperados en el amor, mujeres subordinadas, sin vida propia, que, además de ser bellas sean abnegadas, benévolas, generosas, leales, obedientes y fieles. Se espera, sobre todo, subjetividad jerárquica: naturalizar que el hombre está en posición de supremacía. Se espera que en las relaciones participen sin reglas, sin normas, sin pacto.
Como parte de este diseño, las mujeres son convocadas a mover montañas por amor, pero para que beneficien a otras personas, mutilación del amor propio que Marcela Lagarde define como “la mayor perversión de la cultura patriarcal”.
El feminismo ha ido configurando opciones políticas para transformar esas relaciones y ese contenido del amor. Ha revisado el amor en clave crítica. Parte del principio de que para amar hay que conocer, sobre todo, conocerse, reconocerse como mujer. Ha analizado la sexualidad, las relaciones sociales, la familia, las relaciones de pareja, vinculándolas a los afectos.
El ser humano, decía Erich Fromm, tiene conciencia de su soledad y de su debilidad frente a las fuerzas naturales y sociales. Se volvería loco si no pudiera extender la mano para unirse de una forma u otra con los demás seres humanos. La pareja es un espacio simbólico privilegiado y único para la experiencia amorosa.
Sintetiza relaciones de opresión más allá de la voluntad y la conciencia; conjunta lo público y lo privado; une lo social y lo personal en ámbitos como la intimidad afectiva y sexual, la convivencia, la corresponsabilidad vital, la economía, el erotismo, el amor y el poder.
El amor no es un hecho natural, es construido históricamente, es un hecho aprendido socialmente. El vínculo entre el poder y el amor es central en la visión feminista. Quiere decir que la experiencia amorosa es también una experiencia política. Por tanto, el amor es contenido para la liberación.
El feminismo somete a crítica la cultura amorosa que profundiza y perpetúa las desigualdades. El anhelo de justicia amorosa moviliza a millones de mujeres. Más que salud, educación, agua potable o alimento, las mujeres que luchan “sienten el amor como su necesidad más básica y no cubierta”, subraya Marcela Lagarde. Al demandar una nueva ética amorosa, el feminismo proclama nuevas relaciones de poder, nuevas relaciones políticas, un nuevo orden social.
Esta propuesta supone la necesidad de los pactos para el amor. Pactar implica tener la capacidad de crear normas para mi vida. Implica ser protagonista de la vida, es decir, tener derecho al amor no enajenante, a un amor que las beneficie. Poder pactar las relaciones amorosas (intervenir, decidir, elegir, optar) es dejar de ser objetos del amor, objetos del deseo, objetos del erotismo para ser sujetas del amor.
A lo largo de la historia han aparecido, desaparecido, reaparecido y convivido modelos de amor diferentes. Las líneas gruesas del carácter patriarcal (opresivo) forjado en ese proceso, y que pugnan por prevalecer, definen el amor heterosexual como natural y el homosexual, contranatural; relacionan amor solo con matrimonio y procreación; establecen la monogamia para las mujeres, no para los hombres; asumen a las mujeres como propiedad privada de sus dueños —jurídica, afectiva, sexual y económicamente—; recluyen a las mujeres como seres del mundo privado, al apartarlas del espacio público y concebirlas como madresposas.
Esos y otros signos patriarcales han sido impugnados por propuestas y contenidos liberadores que, igualmente, luchan por realizarse. Alternativas críticas a todas las formas opresoras del amor tradicional.
Sartre y Beauvoir marcaron dos ideas esenciales sobre este asunto; de un lado, la materia del amor es la libertad, nadie puede ser libre si se relaciona con un ser que no es libre; lo que compulsa que no se puede plantear la universalidad de esa experiencia cuando la condición social, sexual y de género es desigual.
Los hombres no son libres porque las relaciones amorosas tradicionales están basadas únicamente en su libertad, mientras conculcan, en el amor, la libertad de las mujeres. En esta inequidad sustenta Beauvoir su certeza de que nunca ha existido el amor libre, seres en libertad, mutuamente libres, no ontológicamente libres. Seres que realizan sus libertades en la relación.
Si la esencia del amor es la libertad, centro de cualquier relación humana, el objetivo del pacto amoroso es cuidar tu propia libertad y la libertad de la otra persona. Ambas son mutuamente responsables de sus libertades.
El amor, como andamiaje de la libertad, es horizontal, recíproco. Es constituyente de la “democracia emocional”, la que se realiza en la caricia íntima y social descrita por Restrepo.
Para acariciar debemos contar con el otro, la otra, con la disposición de su cuerpo, con sus reacciones y deseos. La caricia es una mano revestida de paciencia que toca sin herir y suelta para permitir la movilidad del ser con quien entramos en contacto. Mano que renuncia a la posesión y que aprende del otro, la otra. La caricia, en la comprensión de Sartre, no es un simple roce de epidermis: es, en el mejor de los sentidos, creación compartida, producción, hechura.
El amor libre enfrenta a la visión pecaminosa del sexo. Libera la sexualidad. Confronta la fidelidad como expresión de propiedad privada sobre las personas. Deshace la exclusividad en el amor, lo que posibilita la amistad como nueva forma de relación entre mujeres y hombres. Modifica la maternidad esclavizante y potencia su carácter de derecho.
Exige otra masculinidad y otro sentido de la paternidad como compromiso ético, jurídico, económico y amoroso. En el amor libre se asumen relaciones de respeto, dignidad, confiabilidad, sin violencia ni traición. En él está presente un anhelo de igualdad que fusione amor, poder y libertad.