Foto: Jorge Ricardo.

Bebé se quiere comer el mundo

Tener un bebé comelotodo es muy complicado, sobre todo cuando en casa hay un niño de 9 años fanático a los Lego. Durante mucho tiempo mi hijo mayor ha coleccionado cajas y cajas de Lego. Algunas piezas se caen al piso y se pierden en las esquinas hasta que alguien las encuentra en una limpieza general.

«¡Horrorrrr! ¡Mi bebé se lleva todo a la boca!».

A pesar de lo alarmante de esta exclamación, lo más probable es que tu bebé sea completamente normal. Cuando nacemos tenemos fuertemente activado el reflejo de succión. Algunos bebés desde que están en la barriga se chupan el dedo. Los pequeños se calman chupando cosas, ya sea un dedo o un juguete. Chupar les da placer y sosiego.

Así más o menos puede sonar un texto de alguna página de bebés cuando le preguntamos a Google sobre la conducta comelotodo de nuestro niño.

Oliver se quiere comer el mundo. Cuando era más pequeño y le dábamos un objeto, él ni siquiera lo observaba, iba directo a la boca. Después de varios meses, él sigue sintiendo fascinación por chupar, lamer y morder cosas, pero ahora las mira, las analiza atentamente antes de llevarlas a su boquita.

Por esa adicción quizá se inventaron los tetes o chupetes para resolver con un solo objeto el aburrimiento, el sueño, la dentición y las ganas de succionar, morder y babearlo todo. El tete se presenta como un objeto permitido para la boca, confiable y apetitoso. Tengo amigas que le ponen el tete a los hijos en combinación con la ropa. Otros niños solo quieren uno, aunque esté desbaratado. El tete es un híbrido entre juguete y elemento utilitario, imitación insípida de la teta.

Ninguno de mis hijos ha usado tete. Para mí los tetes son engañosos, sucios y adictivos. Prefiero que mi hijo se coma el mando del televisor, de vez en cuando, a que ande todo el tiempo con un tete en la boca.

Oliver ha explorado mucho, le hemos permitido examinar oralmente texturas y sabores diversos. Para colmo, también se ha metido en la boca cucharas y tenedores, algo raro en los bebés comelotodo. Salvo a algunos que consideramos peligrosos y que andan regados por los rincones (zapatos, plantas ornamentales, piedras y bolitas de pelo), le permitimos pegar la boca a los objetos más insólitos. Porque entendemos que su naturaleza es esa y decidimos respetarla en la medida de lo saludablemente posible.

Le ha metido el diente a la baranda de la cuna, al centímetro de la abuela, a las libretas del hermano, a la matriuska que nos trajeron de Rusia, a la barba del papá, a mis espejuelos y a otras cien cosas. Y digo que le ha metido el diente porque a Oliver le salieron sus primeros dientecitos a los 2 meses. Hoy tiene 7 meses y 7 dientes y medio. Muy a menudo pasamos inspección a sus sitios de juego y cada vez descalificamos más juguetes. No solo resultan no aptos los pequeños y redondos, sino también todos aquellos a los que el bebé puede arrancarle un pedazo con sus poderosos dientes de cocodrilo.

Tener un bebé comelotodo es muy complicado, sobre todo cuando en casa hay un niño de 9 años fanático a los Lego. Durante mucho tiempo mi hijo mayor ha coleccionado cajas y cajas de Lego. Algunas piezas se caen al piso y se pierden en las esquinas hasta que alguien las encuentra en una limpieza general. Pero mientras se limpie por donde ve la suegra, quedan esparcidas por el suelo, camufladas por las caprichosas formas del piso de granito. Con un bebé comelotodo y un legomaníaco hay que andar a cuatro ojos, para que la cabeza de Harry Potter o un brazo de Spiderman no terminen obstruyendo las vías respiratorias del pequeño.

Pero con los objetos grandes también hay que estar alerta. Oliver es ojos, corazón y boca. Él mira, se emociona y a la boca. Cuando ve algo que le gusta mucho, ya sea un globo, una olla de presión o su propia imagen en el espejo, el corazoncito se le acelera; y cuando entiende que no puede comérselo, se enfurruña de mala manera. Algo parecido ocurre cuando ve a Walfarina, la perra de la casa. Se le hace la boca agua y va gateando tras ella como un bólido jadeante. Por suerte, Walfi huye, si no, la pobrecita perdería una oreja de una amorosa mordida de bebé.

Desde que Oliver está incursionando en la gastronomía, el mundo es más lindo. Y aunque se sigue comiendo el mando del televisor, prefiere un trozo de guayaba madura o el espectáculo increíble de una remolacha chorreante para poner en práctica su primera máxima: ojos, corazón y boca.

Isabel Cristina

Mamá de dos hijos varones. Teatróloga. Escritora. Máster en Pedagogía del Teatro. Profesora de la Universidad de las Artes (ISA).

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