Desde hace veintidós años Einer González (mi hermano) y Carlos Yanez (mi padrino de religión) tenían una relación que concluyó con la muerte de este último meses atrás.
Cuando Padrino se sentía mal, González (como él lo llamaba) le sostenía la mano. Cuando había que oficiar una ceremonia religiosa, era González quien lo acompañaba y, de tanto que lo hizo, terminó por conocer todos sus secretos. Altas y bajas, momentos felices y enojos vivieron como todas las parejas; pero nadie en Puerto Padre los vio caminar solos. Al contrario, donde no fue bienvenido uno, no se vio más al otro.
Padrino falleció el 8 de enero de 2022 dejando sumida a su familia religiosa en un dolor tremendo. Tenía pasaje para viajar fuera de Cuba el 30 de enero a legalizar su relación con mi hermano para que no quedara desamparado; pero no le dio tiempo. No obstante, sabiendo que estaba a punto de salir de este mundo para no volver más, a todos les dejó unas palabras de despedida que tenían como denominador común que cuidaran a González. Su último aliento lo expidió en su regazo.
Acudí a dar consuelo a mi hermano y pude ver el primer golpe de no tener más que un vínculo afectivo. En la funeraria no pudo encargarse de los trámites porque «no era familia».
Padrino tenía un hijo que, viviendo a solo tres cuadras de su casa, hacía siete años que no le hablaba ni le hacía la visita. Lo peor ha venido después: quien nunca tuvo un gesto de reconciliación ahora remueve cielo y tierra para tomar posesión de bienes y de la casa que construyeron juntos Padrino y mi hermano, que más que vivienda es templo. Va y viene derramando odio y profanando con sus intenciones el legado de su padre.
Por eso el Código [de las Familias] tiene que sonar y tiene que ser aprobado para que historias como esta queden en el recuerdo de lo que un día fue.
