La sensación que provoca en los adultos la sonrisa de un bebé es de las más hermosas que se puedan experimentar. Dicen que: «Bebé sonríe, padres inteligentes». Todos y todas queremos ver a nuestros hijos sonreír, porque la sonrisa del bebé es también placer, satisfacción, más allá de una respuesta social a los cariños y las gracias de los grandes.
Tener un bebé sonriente significa que podemos satisfacer todas sus necesidades, que sabemos entretenerlo, arrullarlo, amamantarlo, adivinar sus más insólitos deseos y hacerlos realidad. Por eso la sonrisa del bebé es tan contagiosa y nos causa tanta felicidad.
Ver a un bebé llorar desconsoladamente es de las situaciones más terribles a las que nos enfrentamos las madres y los padres. Casi siempre que llora un bebé y no se encuentran causas aparentes, la familia le achaca el llanto a los cólicos. El miedo a los cólicos y a las malas noches suelen caracterizar los primeros meses para los padres. Aunque todo marche bien, siempre está ese miedo de base, inspirado en años y años de llantos y malas noches.
Oliver tuvo tres episodios de llanto incontrolable. Los tres cerca de la sexta semana de vida.
Él es un bebé satisfecho, sano, suave, está en total armonía con su entorno. Nunca ha llorado para comunicarse, tiene otras maneras y otros sonidos para mostrar su interés o su inconformidad con lo que le rodea. Oliver es un bebé sonriente.
Por eso, la primera vez que lloró desconsoladamente, fue terrible para todos en casa. Lloré yo, lloró su papá, lloró su abuela y su hermano asustado corrió a encerrarse diciendo que no podía soportarlo. El llanto duró siete minutos. Esos han sido los siete minutos más angustiosos desde su nacimiento hasta hoy que tiene casi medio año de vida.
¡Es un cólico! Ese fue el consenso de aquella noche después de revisarlo bien, intentar calmarlo en vano, cantarle, besarlo. Yo no me acordaba mucho de los llantos nocturnos de mi primer hijo. Entonces nos volcamos, papá y yo, en una indagación profunda sobre los temidos cólicos del lactante.
Cuando el niño se calmó volvió a sonreír, como si tuviera memoria de pececito y no recordara el minuto anterior. Nosotros nos soplamos los mocos y pedimos consejo a nuestra Hada Madrina, una amiga neonatóloga que atiende al pequeño desde que nació.
Ella nos dijo que podía ser un cólico provocado por gases; que le estaba entrando aire al bebé mientras yo lo amamantaba. Que podía ser producto de algún alimento que yo comí. Que era normal y que ellos lloraban y después se calmaban solos. Nos aconsejó algunas posturas para aliviar el dolor y nos repitió con total tranquilidad: «Es normal».
Tenemos mucha confianza en nuestra doctora, pero aquella vez se le fue la catalina. ¿Cómo iba a ser normal que llorara nuestro bebé sonriente? ¡No puede llorar! Si dejara de sonreír bajaría considerablemente el coeficiente intelectual de sus padres. ¿Qué hacer para que no llorara así tan terriblemente?
En la familia teníamos varias tendencias. Una más tradicional aseguraba que el problema estaba en mi leche, que era demasiado espesa, y recomendaba unas goticas de té de manzanilla para el niño entre tomas. Otra vertiente estaba caracterizada por la añoranza de los tiempos en que el anís estrellado resolvía ese problema mágicamente.
Otra postura indicaba que mi estado de ánimo se le pasaba al bebé y que yo era la culpable por estar siempre estresada. Otra vertiente proponía el uso de Simeticona y otra que aconsejaba fríamente: «No le den nada, el cuerpo tiene que aprender a luchar».
Entonces buscamos las goticas antigases y con la prescripción de nuestra Hada Madrina decidimos dárselas si tenía otro episodio. La doctora nos habló del peligro del medicamento si el organismo se hiciera adicto a él.
El segundo episodio de llanto incontrolable fue a los pocos días y le dimos las goticas en medio de la desesperación. «¿Se las damos?». «No, vamos a esperar a ver si se le pasa solo». «¡Dáselas, que ya lleva mucho tiempo llorando!». «¿Y si le hace daño?». «Una vez no le va a hacer nada…».
Fue difícil tomar la decisión de medicar a nuestro hijo. Cuando se calmó no sabíamos si fue sugestión o si realmente las goticas funcionaron. Al otro día nos arrepentimos de haberle dado la Simeticona a nuestro hijo, pues es el único fármaco que le hemos dado, y acordamos no volverla a usar a no ser en un caso extremo.
Seguimos investigando sobre los cólicos del lactante y encontramos muchas teorías, definiciones, y pocos estudios que demuestren, a ciencia cierta, qué son los cólicos, cómo evitarlos y cómo tratarlos. Existe un consenso en que puede tratarse de una inmadurez del sistema digestivo, que se manifiesta con molestias y dolores en el abdomen.
Que desaparece entre los tres y los cuatro meses de edad y que no suelen afectar su crecimiento y desarrollo. También consultamos la definición más extendida de los cólicos del lactante que los describe como «episodios de llanto intenso y vigoroso al menos tres horas al día, tres días a la semana, durante al menos tres semanas en un bebé sano y bien alimentado».
Siguiendo esa definición, no podíamos asegurar que fueran cólicos los que causaron el llanto de nuestro hijo, pues solo había llorado dos días durante unos pocos minutos. Leímos una decena de artículos y cada vez nos resultaba más sospechoso el tema de los cólicos. Si bien los médicos no han podido dar pie con bola respecto de esos misteriosos llantos, lo que sí es cierto es que, en cualquier caso, los problemas más importantes que pueden surgir debido a los supuestos cólicos son los concernientes a la desestabilización familiar.
La tercera vez que lloró, a pocos días de los otros dos episodios, estábamos más calmados, seguros de que el llanto no causaría grandes daños. Estábamos más fuertes emocionalmente y más documentados. Aunque fue menos angustioso, sí teníamos una cosa muy clara: no queríamos que nuestro bebé sonriente volviera a llorar y no le volveríamos a dar la Simeticona.
Uno de los textos que leímos aseguraba que los cólicos no existen. Entonces decidimos, papá y yo, pensar que, efectivamente, no existen y de todas formas trazar un plan de acción que unificara las tendencias familiares con respecto a los cólicos. Así establecimos una rutina en función de combatirlos haciendo una cuidadosa síntesis de los consejos de nuestra Hada Madrina y los de nuestros familiares. A eso se le sumaron otros preceptos salidos de nuestra fecunda imaginación.
Primero regulamos mi alimentación. Almuerzo a las 11 a. m. y comida a las 5 p. m., pues a partir de las 6 p. m. debía estar bañada, comida y en función de Oliver. Sabíamos que el horario de los cólicos fantasmas es en la noche. Mientras el almuerzo podía ser más variado, en la comida no consumía ni frijoles ni carne de puerco ni pescado ni habichuelas ni aguacate ni huevo ni nada frito.
Semejante dieta volvía loca a mi mamá que ya no sabía en qué forma darme el pollo. Sin embargo, la restricción en las tardes se llevaba bien con nuestra economía. Algo importante recomendado por los médicos para evitar los gases del bebé es que el consumo de lácteos no exceda el litro en un día entre mantequilla, quesos, yogures, helados y leche. Por suerte, de todo eso, solo teníamos leche en polvo y fue muy sencillo cumplir.
Lo otro que hicimos fue tener a Oliver vertical la mayor parte del día, ya que acostado es más propenso a tener gases. Bebé en los brazos mucho tiempo, más atención a la lactancia para evitar que le entrara aire, los golpecitos en la espalda con la mano en posición cóncava para sacar mejor los gases, pensar en cosas lindas mientras le daba la teta.
Propiciamos mucha tranquilidad y penumbra cuando se acercaba la noche. Fuimos más cariñosos que antes, más atentos, más imaginativos para mantener entretenido y feliz a nuestro bebé.
Esa estricta rutina la mantuvimos hasta los cuatro meses que debía, según la mayor parte de la bibliografía consultada, desaparecer el riesgo de cólicos. Nuestro hijo nunca más lloró. Aumentó nuestro coeficiente intelectual y le perdimos el miedo a los temidos cólicos. Hoy Oliver sigue siendo un bebé sonriente.