Con un pañuelo azul que le cubre la cabeza y un vestido blanco, Janet Valdés camina hacia el mar para cantarle a Yemayá. Un grueso collar rojo le adorna el cuello. Su voz es serena. Dice que la corona de la madre de los orishas está hecha de la tragedia de sus hijos. A la venerada diosa le agradece esta santera de casi 40 años que a su casa no le falten ahijados.
Janet entiende que es en los momentos difíciles cuando con más fuerza percibimos a las divinidades. «Yo he podido notar la grandeza de Yemayá cuando he llegado a un límite como humana y la he sentido a ella desbordarlo», afirma.
Intérprete de formación autodidacta, creció en Regla —una de las cunas de la religión yoruba en La Habana— entre toques de tambor y patakíes que le escuchaba a su tío Ernesto Valdés, babalorisa Olo Obatalá y antropólogo. Ella no tardó en ver en la santería «un camino iniciático, el viaje de retorno, el recuerdo de la propia divinidad». La comprendió como un sistema filosófico y un conjunto de prácticas «en continua expansión y dinamismo, que en Cuba se ha adaptado a distintos contextos».
Para La Valdés, como se le conoce en el terreno artístico, la santería no se trata solo de fe; la fe no es lo único importante. «En diversas circunstancias históricas, sociales y económicas las personas no han dejado de iniciarse, nada ha impedido el avance de los orishas porque es cuestión de carácter, de seguir el consejo oracular, de hacer ebbó (sacrificio, limpieza) y de ver qué funciona. Los iniciados aprendemos a generar realidad propia más allá de momentos buenos o malos».
La Regla de Osha (santería) y de Ifá, que comenzaron a practicar los yorubas en África Occidental hace más de 5 000 años, conforman un sistema teológico y adivinatorio integral que entrelaza a ambas, pero tienen diferencias marcadas en cuanto a la adivinación y la composición organizacional.
Dentro de Osha uno encuentra a los santeros, que utilizan el caracol como método oracular, y en Ifá, a los babalawos, que son sacerdotes y adivinos. La más notable (dígase criticada, cuestionada) de las distinciones entre estas normas radica en que en el modelo patriarcal de Ifá las mujeres tienen prohibido ejercer el sacerdocio. «Ifá entró a Cuba por los hombres; pero el resto de los orishas, por mujeres», aclara Janet.
No obstante, con el paso del tiempo las mujeres perdieron el protagonismo que tenían en la santería. Algunas teorías especulan que «se acomodaron y se dejaron quitar el lugar». De ser intérpretes del caracol y oriates (maestras de ceremonias), pasaron «a pelar pollos y a otros roles secundarios que no gozan de participación intelectual».
Janet aboga por recuperar ese papel porque «fue la mujer la que hizo posible que hoy practiquemos la santería». Las mujeres, cuenta, fueron las madres fundadoras, las que regían en los cuartos de iniciación y las intérpretes del oráculo del diloggun mediante el cual se hacía itá al iniciado. Eso ha desaparecido, se lamenta.
«Cuando ese saber que era transmitido de mujer a mujer se depositó en el hombre, el hombre dejó de enseñarles a ellas, bajo la excusa de la menstruación o que la mujer no tiene fuerza física para ciertas cosas. Ellas sentaron las bases, pero luego dejaron de estar a la cabeza», indica.
Lo cierto es que, cuando el oráculo dice que una mujer está predestinada al sacerdocio o a guiar, «le dicen “si fueras hombre serías babalawo u oriate” y esa expresión las limita profundamente». Otrora guardianas de la tradición, muchas santeras han preferido mantenerse al margen de la religión y desempeñarse de manera informal.
La Valdés cree con vehemencia que la mujer «no tiene que ser como el hombre ni más que el hombre. Con el solo hecho de ser mujer gozamos de condiciones espirituales que nos aproximan al Creador de forma directa y sin tantos artilugios ni títulos ni ornamentación ritual. Y ese poder natural da miedo, por eso ha sido boicoteado, estigmatizado y subvalorado con cada medio posible».
Expertos como la investigadora Lázara Menéndez (La Habana, 1946) argumentan que para algunas santeras es irreversible el proceso que ha subvertido las matrices femeninas de la religión yoruba y en el que influyen cada vez más las falsificaciones, desobediencias y manipulaciones traídas por las nuevas generaciones.
Si bien Janet no ha sido de las santeras que más excluidas se han sentido porque sus mayores la han apoyado bastante, apunta que «solo con mirar las redes sociales y los foros de santería se puede ver la enorme discriminación que hay hacia la mujer. Incluso mujeres que atacan a otras mujeres porque sencillamente les es más cómodo el orden patriarcal o no tienen la suficiente preparación».
De su tío, que la llevaba a cuanta conferencia yoruba se realizaba en La Habana, Janet asimiló mucho. Él le insistió siempre en que aprendiera a tirar el caracol. Vivió por más de cuatro décadas investigando y ordenando documentos para el estudio de Osha-Ifá en Cuba. Editó libros sobre el sistema oracular de Ifá que fueron usados por los babalawos de toda la isla antes de que llegara Internet y la información se hiciera más accesible.
También ha aprendido mucho de su padrino, el Chinito de Regla, que es oni Yemayá y un oriate reconocido dentro de la comunidad por su sabiduría. Con la ayuda de ellos, Janet y su hermana Laura, sacerdotisa de Babalú Ayé, han ido ganando prestigio. «Las culturas iniciáticas son de base conceptual matriarcal, pero para que se entienda eso hay que estudiar».
Esta mulata delgada, de cabello ensortijado y ojos redondos, madrina de tantísimos ahijados, explica que un santero y una santera atraviesan básicamente las mismas ceremonias. «Las diferencias rituales las determina el orisha que se está haciendo, no el género de la persona. Hay mujeres iniciadas en orishas varones y hombres iniciados en orishas hembras».
Por otro lado, la religión yoruba se ha masificado de tal manera que se han diluido los parámetros de selección y «hoy no se requiere de nada especial para ser santera». Esto no significa, insiste, que por el mero hecho de cumplir con determinada ceremonia alguien sea un iniciado.
Vestirse de blanco y hacer gala de la parafernalia exterior no quiere decir que se «haya hecho un camino interior o hayas penetrado en los misterios de tu nombre iniciático, de tu signo, de las cuestiones más delicadas del destino personal. Tú puedes vociferar el nombre de Yemayá y ella ni enterarse. Se requiere de la aceptación del modelo conductual que el orisha en el que te inicias te propone y eso no siempre es fácil», subraya.
A pesar de que es imposible hablar de cultura cubana sin que asome algún rasgo de espiritualidad yoruba, es común que se tenga una percepción distorsionada de los orishas. Desde la óptica de Janet, no siempre se tiene en cuenta que hace falta una profunda transformación del carácter, «que respetes ciertos tabúes, ciertas restricciones que a la larga te dan una gran expansión de conciencia».
Ante mi pregunta de si son sus ahijados quienes la escogen como madrina o es ella quien los elige, responde que «mi padrino me dice que la cabeza es quien escoge dónde quiere nacer. En última instancia, Yemayá es la que determina». A pesar de lo que muchos consideran en la actualidad, originalmente las relaciones creyente-deidad no dependían de las personas, sino del oráculo.
Del mismo modo, la religión le ha demostrado que no hay que ir al Tíbet para iluminarse: «Todo lo tenemos aquí. Impresiona estudiar en profundidad las concepciones filosóficas de Osha-Ifá. Siento mucho respeto y hago una reverencia por la sabiduría que se esconde tras la apariencia humilde y a veces marginal de esta religión».
Janet ha participado en círculos metafísicos y teosóficos en los que las religiones del Continente Negro son discriminadas. «De África solo consideran a Egipto, lo que es profundamente racista e ignorante. ¿Podemos estudiar dioses sumerios y no ver a los potentes dioses y arquetipos que acompañan al pueblo cubano? ¿Por qué son menos legítimos? Los orishas están en pleno apogeo».
De la santería le gusta que coloca al ser humano-divinizado como centro, en lugar de un dios exterior. «El ori (divinidad personal) es lo más importante y los rituales tienen lugar en el propio cuerpo. El cuerpo es el templo y el lugar sagrado, por lo que la divinidad es muy íntima y personal».
Aunque para el estudio esmerado de lo yoruba en las tradiciones cubanas hay que separar las concepciones católicas del sincretismo, no se debe olvidar que este fue un proceso importante. El sincretismo, de acuerdo con Janet, permitió que «nuestros antepasados pudieran preservar su cultura y sus orishas. La integración fue lo que nos hizo más fuertes».
Tan es así que los negros de Norteamérica, «desprovistos de sus tambores por el recio protestantismo inglés, con el tiempo perdieron a sus dioses. Fíjate en el lamento de la música gospel, hay dolor, melancolía y hasta sumisión, y no es que en los cantos afrocubanos o en la rumba no haya tristeza, pero hay una vitalidad pujante, un espíritu de conquista que da el tambor, esa conexión directa con la madre África y con los antiguos reyes yoruba, que el negro americano a la larga perdió».
Convencida de que la música es un poderoso vehículo a lo divino, «que induce el trance y la exaltación de los sentidos, y rasga el velo entre mundos», Janet destaca su uso en todos sus rituales. «Hay un canto para absolutamente cada pequeña parte de una ceremonia. Los cubanos nos sentimos hijos de los dioses, y esto nos da optimismo, paciencia, determinación y carisma».