Eso le ha explicado Andrea a mi abuela esta mañana.
A mí también me han enseñado a sonreír aunque no quiera. A mí también me han contado que las niñas que se enojan son feas. Yo también he vivido atrapada en ese discurso y pocas veces he sabido gestionar mis emociones.
Andrea sigue siendo mi espejo. Desde que nació he tenido que mirarme en ella y desaprender para aprender. Que ella pueda manejar su enfado sin dañar al otro y sin reprimirse, también la hará libre y no hay nada que me importe más que su libertad.
Por eso, cuando estoy de mal humor se lo digo y ella me da espacio e intenta que el resto también lo haga.
Esto no siempre funciona. Muchas veces no puedo respirar. Muchas veces grito. Muchas veces me alejo de la imagen de madre perfecta que siempre tiene el control. ¡Pero qué suerte! ¡Qué suerte poder mostrarme imperfecta ante mis hijos!
Ser madre perfecta es una carga que no puedo llevar. Siempre pienso en cómo quiero que ellos me recuerden y, desde luego, no quiero que sea así: perfecta.
Eso quiero que se lleven. Quiero que sepan que no estar bien también está bien. Quiero que sepan que no todos los días son buenos y que, desde la compasión, sean imperfectos. Quiero que, cuando tengan un mal día, se sientan libres de decirlo sin miedo a ser juzgados. Quiero que sepan pedir perdón cuando, como a mí, se les olvide respirar y maltraten al resto. Quiero que recuerden que mamá no siempre sonríe y canta, y que sepan que no son ellos los responsables de mi malestar.