Cuando Oliver tenía un año, me lo llevé a Matanzas a la presentación de un libro. El bebé estuvo muy feliz en los espacios abiertos; pero a la hora de movernos hacia el salón en el que se haría la actividad, se puso muy nervioso y no quiso entrar. Mi hijo de 10 años fue con nosotros y lo dejé cuidando a su hermano, con la ayuda de unas amigas.
El bebé no paró de llorar un solo segundo en los 40 minutos que duró la presentación. Desde mi asiento lo escuchaba llorar sin control en la oficina de al lado. No sé si alguien más lo escuchaba o si era un sexto sentido lo que me hacía sentir su llanto tan presente.
En la presentación hubo baile y música, varios participantes intervinieron para dar su criterio sobre el libro. Todos estaban muy contentos. Los gritos de pánico de mi hijo se colaban entre los acordes de guitarra y desentonaban con las voces hermosas de los actores que cantaban.
Yo me mantuve ecuánime, sonriente y locuaz como una mala madre. Cuando se acabó la presentación fui corriendo a buscarlo, al instante se calmó y se quedó dormido en mi hombro.
Oliver fue un bebé planificado hasta el último detalle. Planificamos hasta el mes en el que queríamos que naciera. Fue muy deseado y toda la familia lo estaba esperando. Desde que era un frijolito se referían a él como persona, mientras yo hablaba de feto. Después de muy avanzado el embarazo es que comencé a sentirlo como hijo.
Por otro lado, estuve vomitando casi todos los días hasta los siete meses de gestación. Leí varias explicaciones biológicas a este proceso como el aumento de la hormona gonadotropina, la acentuación de los sentidos del olfato y el gusto, o una reacción a los estímulos sonoros bruscos.
Sin embargo, la mayor cantidad de teorías que encontré hacían referencia a un rechazo al bebé, a miedo al nuevo estado, a no aceptación del embarazo. Algunos psiquiatras opinan que los vómitos y náuseas en el embarazo están relacionados con malas experiencias en la infancia y falta de afecto familiar. Otros dicen que es una simple aversión al «cuerpo extraño» que representa el feto.
Muchas teorías parecen culpar a las mujeres por su «egoísmo» e «inconformidad». Yo, que vomité por tanto tiempo, me resistía a la idea de ser una «mala madre» antes de que me dieran la oportunidad de demostrar lo contrario. Así, dejé de confiar en muchas teorías.
Un ejemplo importante es el libro La enfermedad como camino, de Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke. En el capítulo dedicado a las náuseas y los vómitos los autores afirman que:
Vomitar es «no aceptar». Esta relación se expresa claramente en los vómitos del embarazo. Aquí se expresa el rechazo inconsciente de la criatura o del semen que la mujer no quiere «incorporar». Siguiendo el razonamiento, los vómitos del embarazo también pueden expresar un rechazo de la función femenina (la maternidad).
Según estos autores, a los cuales he seguido durante años por sus planteamientos, algo tan común en casi todas las embarazadas como los vómitos, significa un rechazo a la maternidad. Me resultaba, en aquel momento, y ahora más, una posición machista y absurda. Otra manera radical de colgarnos un cartelito.
Mis hijos son lo más grande que tengo, y la maternidad es lo más complejo que he vivido. Esta segunda experiencia ha sido más consciente y, por tanto, más conflictiva.
No soy romántica y mi formación como teatrista me hace desacralizar todo. No recuerdo bien lo que pensé cuando vi a Diego por primera vez porque ha pasado más de una década. Pero cuando vi a Oliver, lo revisé bien y pensé: «Está vivo, no le falta nada, gracias a todos los santos. Parece una jicotea. Qué feo está. Y se mueve lento, como un gusano… Mi madre, lo que me espera. Empezar de nuevo».
Nunca pasó por mi cabeza aquello de: «Es el regalo más grande que Dios ha puesto en mis manos.» O: «Hijo mío, has llegado para colmar nuestros días de felicidad infinita». En ese momento estaba tan cansada y humillada después del parto que solo quería que se lo llevaran para neonatología a ponerlo debajo de una lámpara o a realizarle algún protocolo de esos.
El amor que les tengo a mis hijos ha crecido junto con ellos y forma parte de mi propio crecimiento como mujer. Cada día ese amor se hace más grande y más real, en la medida en que también se hacen más grandes y reales los miedos, los conflictos, los sinsabores de la vida.
¿Cuántas veces he querido yo que se abra la tierra y se trague a mi hijo preadolescente? Aunque es un niño maravilloso, inteligente, bondadoso y disciplinado, a veces quiero que se esfume, porque también es pesado, mono para comer, regado, atormenta, como casi todos los niños del mundo. Tal vez casi todas las madres del mundo desean, por un instante, estar solas. Simplemente solas.
Hoy hablé con una amiga, también madre de dos varones, y me dijo: «Soy feliz cuando los dejo en el círculo». Típica expresión malvada y egoísta de mala madre que me encantaría poner en mi boca.
Mi amiga también es feliz los fines de semana. Es una de las mejores madres que conozco, sus hijos son niños brillantes y su familia es estelar. Yo paso todo el tiempo con mi hijo de 22 meses. Su papá se ocupa siempre que no tiene trabajo; pero yo tengo que estar ahí. Sé que el día que vaya al círculo voy a extrañarlo muchísimo, como extraño a Diego cuando son las 3 de la tarde y aún falta una hora y media para la salida de la escuela. Pero sé también que voy a ser feliz como mi amiga. Una felicidad distinta a la de todos los días. Veré una película, haré visitas, trabajaré más, podré dar clases sin una teta afuera, iré al Coppelia y estaré pensando en mi bebé todo el tiempo hasta que llegue la hora de la recogida.
Siempre habrá alguien que juzgue, pero a veces ser «mala madre» no está tan mal. Siempre habrá quien diga aquella frase horrorosa de «más mujer que madre». Pero las que amamos profundamente a nuestros hijos sabemos que la vida está llena de colores. Colores claros y oscuros, brillantes y opacos, fríos y cálidos. Sabemos que los hijos son «bendición», pero también problema, responsabilidad, angustia. Sabemos que traer una persona al mundo es el acto más bello, pero también contradictorio. Amar a nuestros hijos y crecer con ellos a pesar de las complejidades es, para mí, el verdadero reto de una madre.
El tormento que mis hijos me generan en ocasiones de estrés, de mucho trabajo, de inestabilidad emocional se manifiesta de manera diferente. A Diego le digo «No me hables» y a Oliver le digo «No me toques». Con ellos la comunicación es distinta. El grande me habla sin parar como un perico y el chiquito se me trepa arriba como un macaco.
Nunca he golpeado a mis hijos, porque no apruebo las nalgadas, ni los cocotazos, ni los pellizcos como fórmula para «enderezar» a los muchachos. Sí los he mirado con cara de «te fulmino con el rayo» y les he dado cuatro gritos cuando me sacan de quicio. Por suerte sucede poco.
Tengo un gran compañero que me comprende en esos trances malamadrosos y a él puedo decirle: «Habla con Diego» o «Llévate a Oliver»; y mi madre es una abuela estrella: apañadora, complaciente, buena cocinera y contadora de historias. Por suerte, todos en casa me van salvando de ser demasiado «mala madre».
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Isabel, considero tu
artículo muy bueno y sincero. El de sólo hecho de haberte sincerado así te libera de cualquier «malamadrismo»
Me encantó, fue con un exorcismo, todas las madres del mundo han sentido días de tristeza, angustia, dolor, pero siempre estamos ahí, y es verdad las mamás necesitan un poco, un pequeño, pequeñísimo momento para ellas, y no somos, ni seremos malas madres!
Me encantó. Me sentí mala madre.cuando decidí dedicar tiempo a una nueva relación amorosa tras mi divorcio.
Crecerán orgullosos de la madre que tienen. Felicidades
Así es..ni más, ni menos!! Felicidades!
Isa querida cierto día me dijo una mujer mayor, madre soltera de 4 hijos, que sólo las buenas madres se iban cuestionando eso de ser malas…a mí me encantó la frase. El día que Oliver tenga el círculo no sabrás qué hacer con tu mañana…jjj, pero sí sonreirás. Lo hacemos todas.
Tal cual, Isabel. Me identifico plenamente y aprecio esa sinceridad que refleja lo que muchas madres hemos sentido y vivido. Un abrazo a la distancia.
Nunca te consideres una mala madre porque por dura que sea la batalla de criar a los hijos, siempre estarás a su lado cuidandolos y apoyandolos. Para mí mala madre es aquella que abandona a sus hijos
Hola Isa siempre busco leerte, me veo en tu espejo con cada escrito que haces . Yo en estos momentos estoy a un mes de tener a mi primogénita y a pesar de todavía no experimentar la maternidad, ya me visualizo un tanto así. Pues amo todos los colores de la vida, la aventura, la naturaleza, disfrutar de estar sola etc, etc…o sea que mi razón de ser no resuena solo con el hecho de convertirme en madre como muchas mujeres alegan y es lo que espero enseñarle a mi niña tambien….
Isa, eres una madre maravillosa. Lo heredaste, no solo el ser madre, sino también una excelente y profesional trabajadora como ella y estoy segura esta muy orgullosa de ti.
Ya veo que ese muñeco precioso es tu otro hijo, no lo sabía, pronto lo conoceré. Un abrazo para ti y toda la familia. Besos miles
Gracias por compartir estas verdades. A muchas mujeres les cuesta decir lo que sienten y piensan con respecto a su maternidad.. Justo por miedo a que les digan Mala madre.. Por prejuicios q heredamos.. Q bueno sería si todas te leyeran. Abrazo!
Isabelita( y es de cariño el diminutivo porque eres una gran Isabel) disfruto cada uno de tus escritos los comparto y muchas veces, casi siempre) es como si estuviera viviéndolos.
Todo lo bello tiene feo o raro , pero no deja de ser hermoso.
Gracias.
Mi hija tiene 17 años y me identifico totalmente con tu texto, hoy especialmente que me estuve riendo toda la mañana como malamadre de un chiste en Twitter que decía: «lo peor del parto es la adolescencia»
Gracias x tan bello y crudo texto. La maternidad es un sin fin de caminos a veces durisimos. Vamos para delante, después para atrás, después para el costado pero así avanzamos, nosotras y nuestros hijos e hijas. Hasta la adolescencia (según mi experiencia) momento en el q todos transitamos esa dolencia insoportable pero q también pasará. Ese sentir «esto es de la mala madre» se hace carne durante este periodo. Como si ya no fuera mucho lidiar con todo ese torbellino de hormonas q convierte a nuestros hijos en, x momentos, personas desconocidas. Encima cargamos con esa mirada del afuera q está atenta para castigarnos, pero poco a poco nos vamos permitiendo aceptar q somos lo mejor q podemos ser y q somos las madres en la q de la mano de nuestros hijos nos vamos convirtiendo: imperfectas, felices, en crisis, despeneidas, putas, alegres, cansadas, atrevidas, insolentes. Rebeldemente mujeres.