Cuando tenía 9 años me enteré que mi abuelo no era el papá de mi mamá, que su padre vivía hacía mucho en Cienfuegos y que nos visitaría. Yo tuve mucho miedo en ese momento porque pensé que si no era su nieta, claramente podría dejar de tratarme como tal. Y eso no podía pasar.
Todo el que me conoce sabe del profundo amor que yo siento por mi abuelo. Mi abuelo conoció a abuela cuando mi mamá y mi tía eran unas niñas. A mi mamá le compró una máquina de escribir y apoyó a mi tía cuando esta decidió que quería estudiar Medicina, cosa que nadie creyó en su momento que lograría, porque mi tía era vaga y fiestera.
Él y mi abuela tuvieron un hijo que murió a los pocos días y ese dolor los unió tanto que nunca más se han podido separar. Pero bueno, cincuenta años de matrimonio no hacen que mi abuela lo quiera más que yo.
Mi abuelo es mi primera llamada del día. Siendo niña le dieron dos infartos y cuando me lo dijeron yo estaba vestida de amarillo, así que ¡pam! nunca más me vestí de amarillo.
Él es un ser extraordinario que tiene un móvil solo para leer sagazmente como ha aprendido, porque necesita aprender mucho, porque empezó a leer tarde y tiene muchos pendientes. Un día leyó «El Señor de los anillos» y soñaba con la Batalla de los Elfos.
Cada cierto tiempo, recojo el cell, le copio libros nuevo y me río viendo las 30 fotos que me deja sin querer, selfies de su frente o imágenes del techo del cuarto, donde se acuesta a leer y mete el dedo en la cámara.
Mi abuelo fue para la Sierra con catorce años luego de una niñez dura, áspera, de pasar mucha hambre, de lustrar muchos zapatos. ¡Felito el rey del brillo! Pero mi abuelo llegó a La Habana y supo lo que era el agua fría y se subió con quince policías más en una moto y luego aprendió a manejar grúas, que es lo único que mi abuela le pidió que le enseñara y todavía no hace.
Mis cumpleaños son de mi abuelo, para que él me prepare tamales y defienda mi bistec gordo y sin machacar. Y hoy aprovecho para que el mundo sepa que mi abuela no lo deja vivir pidiéndole que deje el cigarro, aunque por suerte mi abuelo me tiene para defenderlo: “Ay, si con 82 años no podrá hacer lo que le dé la gana, cuándo entonces”.
Y si quiere dormir como los bebés haciendo cuatro siestas, pues que las haga y si no quiere comer picadillo, pues que no coma.
Mi abuelo es «Felito Regalito» y «Doy Más» y se morirá sin nada porque nada le pertenece, solo sus intenciones, su amor, su oscuro humor en los velorios de donde le huyen los amigos y parientes para que no los haga reírse. Todos los recuerdos que tengo con él son de alegría.
Rafael Ernesto Pérez Romero es mi príncipe, mi abuelo, Pérez como todos los Pérez excepto yo que soy Mazón Moreno, porque eso del apellido no importa.
Lo único importante es que me dure muchos años para seguir levantando el teléfono al comenzar el día y decirle: “Oye, viejo perrón de la vieja, ¿cómo amaneció mi amor? Y que él me conteste: “Feliz, moviendo la colita”.
P.D.: Este texto se escribió con el consentimiento de los implicados, los que también votarán a favor del Código de las Familias, porque al decir de mi abuelo, “no queremos viejos que no sepan tocar el piano, como el cuento de Diego en Fresa y Chocolate. Queremos que cada quien la goce a su manera”.