Foto: Jorge Ricardo.

Vestir a un bebé para la vida

Mi hijo mayor sabe que todo el mundo llora, no importa si es hombre, mujer, niño o niña. Él sabe jugar a las casitas y sus primas a los superhéroes. Juntos en sus juegos crean un mundo paralelo donde, sin ningún complejo, Mr. Increíble puede usar sayitas.

Aunque parezca una exageración, conozco gente que compró canastillas enteras y luego no las usó porque en el ultrasonido se confundieron con el sexo del bebé. «Imagínate que compré todo azul porque me dijeron que era macho y era una niña». A veces, ni siquiera las precariedades pueden rebatir aquello de que «el rosado es para las hembras y el azul para los varones».

Esa simple distinción de colores se agrava y complejiza hasta que oímos cosas terribles como: «Los hombres no lloran»; «eso es de marimachas»; «¿cuántas novias tiene ese niño?»; «las niñas no juegan con carritos»; «los machos no juegan con muñecas».

Cuando Diego era chiquito y veíamos juntos una película él se identificaba con el héroe masculino de la historia ya fuera humano o animal. Así fue Ashitaka, Elpidio Valdés y Simba. Yo podía elegir entre los personajes femeninos y masculinos el que más divertido me pareciera.

Casi siempre me gustan más los villanos, entonces me pintaba bigotes, cambiaba la voz y gritaba con una espada de plástico en la mano: «¡Te mataré, canalla!».

A los 4 años y pico, Diego comenzó en el círculo infantil. Sus vínculos con otros niños y un espacio fuera de la casa le cambiaron su percepción del mundo. No le gustaba tanto que yo fuera la única mamá con pelo corto. Se ponía bravísimo y hasta lloraba cuando yo quería ser el capitán Garfio y no Wendy.

Con el tiempo mi hijo ha ido aprendiendo y desaprendiendo, siempre con la premisa de no juzgar a otros niños. Ya no se molesta cuando prefiero ser Obi-Wan Kenobi en La guerra de las galaxias. Él sabe que todo el mundo llora, no importa si es hombre, mujer, niño o niña.

Él sabe jugar a las casitas y sus primas a los superhéroes. Juntos en sus juegos crean un mundo paralelo donde, sin ningún complejo, Mr. Increíble puede usar sayitas.

Diego sabe que la gente es prejuiciosa y, cuando le preguntan cuántas novias tiene, él responde que ninguna, aunque se sienta al lado de la niña más linda del aula. Le gusta tanto esa niña que se esfuerza en mirar la pizarra desde la última mesa, a pesar de su miopía, para que no lo cambien de puesto. Pero nunca dice que es su novia, porque es su amiga.

A mi hijo le gusta la pelota y le gustan las flores. Le gusta ayudar a su abuela a regar las plantas y al papá de su hermano a arreglar la bicicleta. Ha visto a su abuelo hacer el almuerzo y a su abuela hacer una instalación eléctrica. Sabe que las tareas de su casa son las mismas para hombres y mujeres, aunque los estereotipos son muy fuertes y le llegan de todas partes otras ideas.

Mi hijo es bastante sano, se ha creado una imagen de la vida en la que no están ausentes las tensiones entre las concepciones familiares y las del mundo exterior. Por eso, a veces, sin ser demasiado consciente me dice cosas como: «Si tú tuvieras pipi sería más cómodo para ti, porque podrías orinar de pie».

Entonces, le explico y él me entiende, pero luego ve una película o habla con sus amiguitos o escucha conversaciones de grandes y es inevitable que se cuelen en su cabeza de esponja los prejuicios y las barbaridades más trilladas.

Pero no solo Diego tiene que seguir desaprendiendo: también yo. Cuando tuvimos a Oliver, mi segundo hijo, todas las teorías populares apuntaban a que una niña venía en camino. El tarot dijo que era una hembra y la cartomántica dijo: ¡Hembra! Y las tijeras dijeron: ¡Hembra! Y mi barriga redonda y perfecta decía: ¡Hembra! Y mi mamá dijo: ¡Hembra! Y compró blumers de colores a las dos semanas de embarazo. Y las viejitas adivinadoras dijeron: ¡Hembra! Y mi juventud y bonitura decían: ¡Hembra!

Cuando la doctora en el ultrasonido dijo: «Es un varoncito», por poco me da un soponcio. Lloré, patalié y maldije a la madre de los tomates. No tenía canastilla guardada y me daba igual vestir a un machito con vuelos y encajes. Mi reacción fue quizá por la presión de la gente y sus creencias: «hay que tener la parejita», «las hembras salen mejores», «las hembras te cuidan cuando eres vieja», «dos varones es un too much», «harás un equipo de pelota».

Como si las mujeres no jugaran pelota; como si no existiera un montón de hijos varones que cuidan y atienden a sus padres cuando son viejitos; como si una pareja tuviera que ser de sexos opuestos; como si ser hembra o varón definiera si somos mejores o peores con nuestros padres o con nuestros hijos.

Aunque esté distante de los más crudos enfoques machistas y a veces me crea que camino libre de prejuicios, no es cierto. También reproduzco, en ocasiones, ciertos patrones negativos. Lo peor es que recepciono pasivamente otros, sin darme cuenta del insulto que representan.

Siempre habrá tensiones entre el adentro y el afuera, entre lo que aprendemos en la casa y lo que se oye en la calle. Yo creo que, en esas tensiones ineludibles, está el verdadero crecimiento y el aprendizaje mutuo entre hijos y padres.

Por suerte, hay más tiempo que vida para desaprender, para imitar la inocencia de nuestros hijos más pequeños, para vestir a un bebé con flores y mariposas, con estrellas y barquitos, con azules y rosados, sin importar el sexo que dicten los ultrasonidos.

Isabel Cristina

Mamá de dos hijos varones. Teatróloga. Escritora. Máster en Pedagogía del Teatro. Profesora de la Universidad de las Artes (ISA).

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