En un año mi sobrino ha cambiado demasiado, ha crecido mucho. Lo noto en las fotos de la última vez que nos vimos, en la manera de hablarme y hasta en lo pronto que se aburre a veces cuando le hago una videollamada.
Hace un año salí de Cuba y alejarme de él ha sido una de las cosas más difíciles. No tengo hijos, pero el sentimiento más cercano a la maternidad me lo produce JK.
Aunque no vivíamos en la misma casa en Cuba, pasamos juntos todo el tiempo que pudimos: dormíamos juntos; lo llevaba o buscaba a la escuela; salíamos de paseo al parque o al estadio de pelota; cantábamos los temas de la novela de turno; lo enseñé a tender la cama, a doblar la ropa, a conectarse a la WiFi y a bajar jueguitos de Google Play.
Mi hermana Ara nunca puso límites en nuestra relación sobrino-tía. Ella iba confiada si me sabía cerca. Tenerme en la vida de su hijo le restaba miedos a ser madre soltera.
Estar lejos de ellos por haber emimgrado es una de mis mayores culpas y remordimientos. Pero también fueron una de mis principales razones; aunque tenga que ver de lejos su cambio de pañoleta, el estirón en su estatura, las responsabilidades que asume en la casa y hasta las primeras «noviecitas».
Hace un año no veo a mi sobrino. Nos separan más de 7,000 kilómetros de distancia, un océano enorme y la incertidumbre de no saber la fecha de regreso…
En un año mi sobrino ha cambiado demasiado, pero hay una certeza que se mantiene intacta: después de mi hermana Ara, es en mis manos de tía donde más cuidado, querido y protegido estará nuestro JK. Mi sobrino ocupa casi todo mi corazón.