A veces me dan ganas de escribir un Manual para el Macho Camacho, algo así como una guía para evitar ser un mamarracho. Todos esos aseres tóxicos que van por la vida enseñando pelito en el pecho y músculo, pero a la hora de los mameyes se tiran en plancha: que yo no lavo culeros, que yo no preparo leche, que llévalo tú a la consulta…
La madre de los Camejo nos enseñó que, como ella trabaja (y aún lo hace con 74 años), en ese núcleo había que aprender a hacer de todo desde temprano: lavar, limpiar, cocinar, coser…Puchita nos enseñaba a poner botones a las camisas de la escuela y Enrique a carpintear o a picar carne (qué tiempos aquellos…).
Yo sabía que quedarme con Rodrigo a los 6 meses durante la licencia de paternidad, iba a levantar suspicacias (por decirlo bonito). A la abuela de mi esposa ya casi le había dado un infarto porque un día me levanté a fregar con tres mujeres sentadas a la mesa. Mi suegra no me dejaba salir a baldear la acera porque qué iba a decir la chismosa de la esquina, etcétera, etcétera.
Pero a mí nadie me privaba de mis 6 meses con Rodrigo. Un piojito solo para mí, para inventar juegos, reírnos de cualquier bobería, para enseñarle los primeros sonidos, para darle felicidad (a él y a mi esposa, que ya empezaba a tener cara 44 de forma permanente). Y qué aventura fue, si no que le pregunten a la enfermera de mi consultorio por las caras de las madres y abuelas al ver a aquel padre solo con su vejigo (caras de «Pobrecito, la madre seguro falleció»).
Yo creo que detrás del mito del macho, lo que hay es mucho miedo, miedo a amar de esa forma tan nítida, a bajar todas las defensas, a entregarse así a otra persona. Pero cuando se acompaña a un hijo de esa manera, la felicidad está garantizada. Rodrigo hoy tiene 5 años, somos padre e hijo, pero también amigos. Hablamos, nos contamos cosas, reímos, lloramos y aprendemos todos los días cómo hacerlo mejor.
Bájate del trono entonces y sé un papá responsable. (Lo del vestidito y el pellizco en el pelo es opcional).