Mis hijos son parte de mí. Intentar protegerlos es reflejo de mi instinto de supervivencia. No me considero una madre sobreprotectora: soy una madre protectora. Sin embargo, a los ojos de los otros, soy una histérica compulsiva que «no deja vivir» a sus hijos cuando lo que pretendo es todo lo contrario: «salvarles la vida».
Creo que los niños pequeños deben estar siempre bajo la supervisión de sus padres. Creo que un bebé no debe ser cargado por extraños. Los niños no se dejan solos, los niños no se prestan. Reniego de prácticas y juegos intrépidos como lanzar a los bebés por los aires, alzarlos por los brazos, darles volteretas, zarandearlos bajo el efecto alucinante de sus carcajadas. Con ese tipo de juegos nunca pasa nada malo, hasta que un día pasa.
Sé que los padres de mis hijos han practicado ese tipo de acrobacias cuando yo no estoy y de cierto modo me alegro de que ellos sean tan indisciplinados y les hagan vivir esas experiencias fuertes, adrenalínicas. Pero si estoy delante no puedo permitir un lanzamiento ni de 10 centímetros, porque los bebés tienen la cabeza de campana y la masa encefálica anda medio suelta dentro del cráneo y el síndrome del bebé zarandeado puede provocar traumatismos severos y hasta la muerte.
Ser sobreprotectora es una acusación que pesa sobre muchas madres. Casi siempre sobre las madres y mucho menos sobre los padres. Si te dicen que eres descuidada con tu hijo es un insulto, pero cuando te dicen que eres sobreprotectora parecen querer insultarte también. Sin importarme demasiado la injuria, considero que mi energía debe estar enfocada en proteger a mis hijos. Pero, ¿cuándo se cruza esa línea discontinua que convierte la protección en sobreprotección? Es una pregunta que deberían hacerse las madres y los padres sobreprotectores y los que somos acusados de serlo.
Lo primero que tengo claro es que hay experiencias que nos llevan a asumir una protección extrema. Si esas experiencias son vividas con igual intensidad por los miembros de la familia, entonces los cuidados excesivos serán de parte de todos y nadie te tildará.
Cuando Diego nació, sufrió varios traumas producto de algún error en el proceso del parto del que nunca tuvimos claridad. El bebé tuvo una asfixia cerebral, una broncoaspiración de meconio, nació deprimido, con un Apgar de 1.4, una hemorragia en la suprarrenal derecha y estuvo ventilado 34 horas. Diego pesó 10 libras y fue parto natural. Después de varios días en terapia, el bebé se salvó, con riesgo de tener problemas serios en el desarrollo psicomotor, con riesgo de sordera progresiva y con un electroencefalograma anormal.
Esos antecedentes terribles contribuyeron a fomentar un instinto familiar de cuidarlo mucho. Aunque fue un niño criado con mucha protección, por el temor a las secuelas de su nacimiento, nunca nadie me dijo que yo era una madre sobreprotectora. Cuando cumplió once meses di gracias al cielo porque su fontanela estaba totalmente cerrada y dejaría de tener el cerebro al aire; cuando cumplió un año celebré que ya no había riesgo del síndrome de muerte súbita del lactante; y cuando cumplió los cinco años hice una fiesta secreta para celebrar el fin del riesgo de convulsión febril. Gracias a la protección que le brindamos tuvo un desarrollo adelantado en casi todos los aspectos. Hoy Diego tiene 10 años y es un niño saludable.
Mi segundo hijo tuvo un Apgar de 9.9, sin embargo, yo volví a sufrir los maltratos, incomprensibles, del equipo de obstetricia. El episodio vivido en mi segundo parto me provocó una gran falta de confianza. Nadie más vivió el trauma de mi paritorio porque estaba sola; nadie más puede comprenderme en la medida en que deberían. A pesar de ser diez años mayor, de tener más experiencia y madurez, con Oliver me he sentido más insegura y por lo tanto he sido víctima del recurrente insulto: madre sobreprotectora.
Con mi segundo hijo he tenido muchos temores que son el reflejo de mi incapacidad para controlar la situación en el momento del parto. A esa conclusión puedo llegar ahora, a casi un año de su nacimiento. Cuando estaba recién nacido yo temía que se desarmara la cuna, que se rompiera el sillón donde lo dormía, que entraran los pajaritos por la ventana y picaran al bebé en su carita. Yo creía que su papá y su abuela lo dejarían caer, que solo en mis brazos estaría a salvo. Siempre estaba mirando sus manos y sus pies, para ver si se le ponían azules; veía que su mollerita se hundía aterradoramente; me alarmaba ante cada pequeñísimo signo nuevo en su cuerpo: una picada, un lunar, un cambio de coloración.
Desde que Oliver nació me siento a la mesa y como en 3 minutos; si la comida está muy caliente puedo demorarme 5. Ese era el tiempo más largo que Oliver pasaba sin mi supervisión hasta los 5 meses más o menos. Aunque su papá lo tuviera, o su abuela, yo estaba siempre cerca, desconfiada y temerosa. Luego de los 5 meses, encontré un poco de seguridad y eso me hizo tener confianza en los otros para dejar a Oliver a su cuidado. En esos momentos de equilibrio no sospechaba que vendría una nueva etapa de miedos, más terrible que la anterior.
A Oliver le salieron los primeros dientes a los 2 meses, igual que a su hermano. Como Diego, Oliver tuvo un desarrollo psicomotor excelente y una motricidad fina asombrosa que le permitía tomar objetos pequeños haciendo la pinza desde los 6 meses. Esa combinación de dientes y destreza física no me trajo problemas con mi primer hijo, pero con el segundo me ha hecho vivir los más espantosos momentos de angustia. Oliver se ha intentado llevar todo tipo de cosas a la boca. Varias veces le he sacado pequeños pedazos de juguetes grandes, supuestamente imposibles de romper.
A los 7 meses se comió un pedazo de nailon. Frente a mis ojos el bebé arrancó un trozo de la tapita de un paquete de toallitas húmedas, pensé que se lo había sacado todo de la boca, pero su hermano me advirtió que seguía masticando algo. El niño comenzó a hacer arqueadas y yo intenté sacarle el nylon como había hecho otras veces con otras cosas, pero no pude. Yo estaba sola en la casa con los dos niños. Fueron los minutos de desesperación más horrorosos de mi vida. Diego se puso pálido y me decía: «Ay, mamá ¿qué hago?» Oliver seguía haciendo arqueadas, no lloraba, no hacía ningún sonido, solo arqueadas. En ese momento pensé en bajar al consultorio y pedir ayuda a la pediatra del médico de la familia, quien ha atendido al bebé desde su nacimiento de forma impecable.
Bajé los cuatro pisos como una loca, con Oliver de cabeza. Cuando entré al consultorio le dije a las doctoras que se había tragado algo y vi en sus caras el miedo a auxiliar al niño. La pediatra, muy asustada, le metió los dedos en la garganta y sacó un trozo de nailon ensangrentado, lo puso en la palma de su mano y me lo mostró con los ojos aguados. Oliver de inmediato se empezó a reír y le volvieron el color y la tibieza al cuerpo. La pediatra que le salvó la vida a mi hijo se llama Libertad.
Desde ese día extremé las medidas en la casa, recogí los juguetes supuestamente irrompibles, prohibí espacios, arranqué las etiquetas de todos los pomos y dejé de confiar nuevamente en los otros que no eran tan estrictos como yo y ponían al alcance del niño objetos que para mí eran peligrosos. Solo Diego comprendía mi obsesión porque él estuvo ahí y gracias a él me di cuenta de que su hermano masticaba aquel maldito trozo de nailon.
Viví angustiada hasta que cumplió los 10 meses, cuando se le quitó un poco la ofuscación por el mundo oral. En los meses de zozobra fui acusada de sobreprotectora y las personas que más amo se burlaron de mí y de mis cuidados extremos. Varias veces tuve que salir mojada de la ducha, saltar por encima de una mesa, volar para salvar al niño de otro posible atragantamiento con comida, una cáscara de cebolla, un pedazo de goma, cartón, trozos de muebles y cosas increíbles que despedazaba con sus dientes de tiburón.
Cuando escribo, Oliver está al cuidado de su papá, el mejor papá del mundo. Pero yo grito cada dos líneas que tecleo: «¿Qué está haciendo? ¿Por qué hace ese sonido? ¿Está bien? ¿Qué tiene? ¿No tiene nada en la boca?». Mi frase más repetida es: «ten cuida´o». Y cuando le digo a Diego que lo amo y que estoy muy orgullosa de él, me responde: «Sí, seguro porque yo ya no me meto cosas en la boca».
Yo sé que los que se burlan de mí no han analizado seriamente qué significa ser una madre sobreprotectora y opinan a la ligera sobre mis cuidados extremos y mi observación constante. Las madres y los padres sobreprotectores no solo ponen cercos arbitrarios alrededor de sus hijos, sino que les cercenan la capacidad de pensar y analizar los riesgos, los procesos físicos y mentales por los que una persona atraviesa a lo largo de la vida.
La protección es velar por la integridad física y por la estabilidad emocional de los hijos, es estar atentos a sus comportamientos, a sus cambios, a sus necesidades, para ayudarlos a satisfacerlas con cierta autonomía. Una madre protectora va aprendiendo con su hijo a vivir; va caminando junto a él sobre la práctica del ensayo-error. Una madre sobreprotectora es lo que yo llamo una madre tóxica, que quiere pensar por su hijo, tomar las decisiones en su lugar. Su conducta no protege al niño: la protege a ella misma de sus pánicos, frustraciones e inseguridades.
Una sobreprotectora intenta por todos los medios cerrar para sus hijos las posibilidades de socializar, porque el contacto con otros es un peligro. Dentro de los sobreprotectores hay dos caminos, a mi juicio, igualmente nocivos: poner límites sin discriminar y ser demasiado permisivos en algunos aspectos. Ahí están unos que no pueden hacer esto y aquello, y otros que no entienden las distancias ni los roles ni los espacios ni las responsabilidades. A los niños sobreprotegidos no se les exige obligaciones. Los hijos de madres tóxicas se vuelven grises y se sienten acosados; se vuelven adultos inútiles y con poca inteligencia emocional. La sobreprotección provoca el miedo, la dependencia enfermiza, el desequilibrio en la autoestima.
En esa gran lista de aspectos negativos lo peor y más terrible es que los padres sobreprotectores terminan perdiendo el amor puro de sus hijos.
Aunque se burlen y me injurien, sigo diciendo que no soy una madre sobreprotectora: soy una madre protectora. Oliver se baña con agua fría todos los días en el lavadero del patio, juega desnudo casi siempre, se revuelca en la tierra, no usa medias, come solo desde los 7 meses, duerme sin mosquitero, camina descalzo sobre la yerba, se cae y se levanta riendo o llorando, en dependencia de cuánto le duela el golpe. Diego, que vive su primera década, sabe cocinar y fregar, no le controlo sus amistades, no le prohíbo juegos ni películas de adultos, lo incito a que los comparta con nosotros. Al bebé hay que protegerlo de unos peligros y al niño preadolescente de otros, sin que esa protección atente contra las libertades y las experiencias propias de cada edad.
El día que mi hijo mayor tenga 40 años y el pequeño tenga 30, yo seguiré siendo una madre protectora, aunque todos se burlen de mí. Mis hijos sabrán que estaré ahí para protegerlos, para coronar su libertad con mi amor y mi instinto de supervivencia.
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