Durante el embarazo, en las consultas de rutina del área de salud, el psicólogo hacía mucho énfasis en el extremo cuidado que implica el recibimiento de un bebé por parte del hermano mayor. Muy seriamente me decía: «Hay que tener mucho cuidado de que el niño no sienta celos, porque ahí están los casos de los que han intentado ahogar a los hermanitos con una almohada mientras duermen».
Yo trataba de explicarle que Diego es especial. Le conté que el niño fue quien pidió tener un hermano y que llevaba años esperando el momento. Le expliqué cómo había sido parte de todo el proceso, desde el día que me acompañó al consultorio a retirarme el diu. Intenté contarle cómo Diego se emocionó con cada ropita que nos regalaron para su hermano, cómo ayudó a pintar el cuarto, cómo elegimos juntos el nombre, cómo contamos con él para cada detalle sobre el nuevo bebé en camino.
Pero el psicólogo, con su cara de nomeimporta y su amabilidad acostumbrada me repetía: «Sí, sí, sí, todo eso está muy lindo, mamá, pero ese es el síndrome del príncipe destronado, está descrito en la literatura. Tenga cuidado con las almohadas y el niño». Después de lograr que las palabras sabias del especialista me entraran por un oído y me salieran por el otro, tuve que lidiar con los que me decían: «Ahora Diego se va a poner celoso», «que no te vea dándole la teta al bebé que se pondrá muy mal», «ve diciéndole al niño que todo va a cambiar y que ya no será el centro de la casa».
El síndrome del príncipe destronado, como bien me contaba aquel psicólogo, forma parte de la caterva de síndromes que acompañan el complejo proceso de la maternidad. El rimbombante nombre no es más que los celos que surgen en un niño ante el nacimiento de un nuevo hermano. Según afirman los especialistas, esos sentimientos negativos del hijo mayor surgen porque ve peligrar la atención exclusiva a la que estaba acostumbrado. Lo peor es que no solo se manifiesta en términos emocionales, sino que puede generar desórdenes de amplio espectro como desinterés, regresión, agresividad, desobediencia, dolor, vómitos, llanto sin motivo, negación a comer o dormir, uso de lenguaje infantil, inquietud, intranquilidad y mucho más.
Cuando leo los textos que describen este síndrome, no puedo evitar sentir tristeza por el empleo de la palabra envidia para hacer alusión al sentimiento de los hermanos mayores. Qué triste cuando los padres no pueden lidiar felizmente con los segundos embarazos. Soy defensora de la planificación familiar, de hacer partícipes a todos en la casa de decisiones tan grandes que cambian la vida. Cuando me preguntan si no me embullo a tener otro hijo ahora, yo expongo varias razones que justifican mi negativa. La más importante de todas es que Oliver aún es muy pequeño para opinar al respecto.
Muchas familias en el mundo se enfrentan a este problema, pero también existen otras en las que los hermanos crecen, a veces con unos pocos años de diferencia, en armonía y felicidad. Depende de los padres, del entorno y del consenso familiar que el síndrome del príncipe destronado no se cuele entre los hermanos.
Por suerte, nuestra estructura familiar se parece más a un clan totémico de la sociedad tribal que a la realeza y no tenemos aquí ni majestades ni dinastías ni príncipes destronados. Diego está feliz con su hermano y me dice que es su sueño hecho realidad, que no puede creer que haya un bebé en la casa y que además sea su hermano.
Cuando nació Oliver, como es lógico, tuvimos que compartir los tiempos y las actividades que antes correspondían solo a Diego. Pero la abuela le siguió haciendo cositas ricas de comer, y siguieron viendo juntos la novela y hablando de las cosas de la vida antes de dormir. Nosotros seguimos viendo la saga de Rocky y los clásicos de acción que veía con mi papá en la película del sábado cuando yo era niña. Seguimos bañándonos juntos, jugando Scrabble, continental y brisca; siguieron los duelos de Yu-Gi-Oh! y los torneos de parchís.
Oliver ha crecido y Diego se ha hecho un muchacho. Ya lo cuida y lo protege y lo entretiene. Cree que su hermano es el niño más lindo del mundo y, cuando me quejo de lo revoltoso que es y digo cosas como «cuando Diego tenía esa edad era tranquilo» o «Diego hablaba cantidad cuando tenía un año», se pone como una fiera y me pelea muchísimo alegando que su hermano es mejor que él en todo y que debo aceptarlo, porque es la realidad.
Por otro lado, muchas personas me dicen que les mande fotos de Diego, que se va a poner celoso porque la mayoría de las fotos son de Oliver. Entonces le cuento y le pido que se deje hacer fotos, pero me responde con una seriedad aplastante que ahora es el momento de su hermano, que yo llevo diez años haciéndole fotos y escribiendo sobre él. «Mi hermanito se va a poner celoso», me dice.
Diego, que estuvo dos años completos prendido a la teta, ve a su hermano mamando y exclama con los ojos brillantes: «¡Qué lindo se ve con su tetica, qué hermosura!». Cuando paso demasiado tiempo delante de la computadora o limpiando o fregando y él está a cargo del pequeño, me pide que me apure con esas tareas sin importancia y le dé la teta al niño que él me necesita más que nadie en el universo.
A veces veo a Diego jugar con Oliver y siento que se entienden a la perfección, se disfrutan y se aman. Me derrito cuando mi hijo mayor me mira orgulloso y me dice: «¡Mija, gracias! Tengo que agradecerte dos cosas: una, haberme parido y, la otra, haber parido a esta belleza de hermano que tengo. ¡Mija, no lo puedo creer, en serio… gracias!».
De todas las alegrías que me da mi hijo mayor, la más grande es que nunca ha sentido celos o envidia, ni de su hermanito ni de ningún otro niño. Él es una maravilla de hermano mayor, pero eso es también un mérito de toda la familia.
Haberse convertido en hermano lo ha hecho crecer como ser humano. Es más humilde, risueño y tolerante. Deja que su hermano riegue su cuarto y para él solo tiene sonrisas, aunque luego me dé un grito a mí por los destrozos causados. Lo baña, le pone la ropa, lo carga y hasta tienen un sonido en clave mediante el cual se comunican. Cuida más la ropa, porque dice que Oliver heredará sus pertenencias, y no quiere irse a dormir ningún día sin antes besarlo y decirle «te amo».
Yo no he visto más a aquel psicólogo preocupado, pero si lo veo le diré que Diego cuida el sueño de su hermanito todas las tardes, que no tenemos príncipes en casa, pero que le hicimos caso con las almohadas para evitar problemas futuros en la cervical.
Esta entrada tiene un comentario
Pingback: «Eso no se toca» - Matria