La poeta Georgina Herrera toca un árbol con su mano

Allá y acá / Entonces y ahora: África y Cuba en la poesía de Georgina Herrera

La obra de Georgina Herrera pone de manifiesto su relación entrañable con África y su vital continuidad en Cuba, más política e histórica que mítica y edénica.

Introducción

La transversalidad de los estudios de género y la multidimensionalidad de los fenómenos sociales y culturales puesta en evidencia en su intersección con los estudios de clase y raza –entre otros más, nada desdeñables–, ofrecen marcos teóricos privilegiados para el abordaje del tránsito de las mujeres negras de la esclavitud a otras formas de vida en la sociedad antillana. Particularmente en la cubana, pues en ella la emancipación fue muy tardía (1886), precedió en pocos años al inicio y despliegue por toda la isla de la última guerra de independencia (1895-1898), y coincidió con el desarrollo de una política de blanqueamiento basada en el fomento de una masiva inmigración española –la cual se inició a fines del período colonial y se mantuvo durante los primeros años del período republicano. La población negra de Cuba, mayoritaria en los 1840’s(1) y obviamente de gran peso en las zonas rurales, fue desplazada hacia pueblos y ciudades, y pasó a representar a inicios de los 1930’s, poco más de una cuarta parte del total de habitantes reportados por el censo de población de 1931 (72, 1 % de blancos; 27,9 % de no blancos(2)).

Por otra parte, tanto la naturalización de las desigualdades establecidas por la esclavitud, como el consiguiente racismo estructural propio de las sociedades colonializadas (Quijano, 2014: 312-316), pervivieron en la república neocolonial y hasta puede afirmarse que se multiplicaron dada la notable acogida dada al American way of life por las capas más influyentes de la sociedad cubana, rápidamente impregnadas de su segregacionismo. Así pues, no solo se mantuvieron, en relación con todos los antiguos esclavos y sus descendientes, los valores, códigos y representaciones creados en los siglos precedentes, sino que en el caso de las mujeres, dada la condición subalterna que les atribuye la configuración patriarcal de la sociedad, se manifestaron las más variadas y violentas formas de marginalidad, discriminación y racismo en todas las dimensiones de la vida personal, así como en las relaciones sociales, económicas, políticas, culturales…

Un recorrido superficial y aleatorio por diversos registros –pintura, grabado, caricatura, ilustraciones, publicidad– de la iconografía cubana desde comienzos del siglo XIX y todo el XX hasta las dos primeras décadas de este milenio(3) revela elocuentemente tanto el espacio marginal asignado a las mujeres negras y mestizas en la sociedad colonial y neocolonial, como la pervivencia, con posterioridad a la revolución de 1959, de unos estereotipos creados muy tempranamente, como dispositivos de subordinación, estratificación social y cosificación sexual, cuyo perverso poder simbólico los ha hecho bien difíciles de desarraigar.

En 1959, al triunfo de la Revolución, se preconizó y puso en práctica una política de igualdad y de reivindicaciones sociales que condenaba la discriminación y la marginación racial, implicaba el rechazo a formas y manifestaciones explícitas de racismo, abría todos los espacios antes vedados a los negros y les brindaba oportunidades para su participación plena en la sociedad. Y, de igual modo, desde sus primeros meses en el poder, el Gobierno revolucionario estimuló también la inclusión de las mujeres en la vida política, social y laboral de la nación.

De nuevo en los 1960’s, y por distintas razones, entre las cuales la fundamental era la confrontación con el gobierno de los Estados Unidos y la amenaza permanente de distintas formas de agresión militar y de desestabilización, la unidad del pueblo se constituyó en el principal baluarte a defender y, en consecuencia, todo discurso tendiente a reivindicar y privilegiar, siquiera tangencialmente, otras categorías de análisis de la sociedad, se consideró peligroso en tanto podía conducir a la fragmentación y quiebre de la unidad.

Como es conocido, la caída del Campo socialista y la desaparición de la Unión Soviética, sus socios comerciales por cerca de tres décadas, llevó a Cuba a comienzos de los 1990’s a una situación de emergencia económica que, con momentos de cierto alivio y aparentes despegues, se ha mantenido desde entonces como un lastre difícil de arrastrar por el conjunto de la sociedad, pero especialmente por un amplio segmento menos favorecido, como el constituido por la mayor parte de la población que tuvo su origen la esclavitud.

De igual modo, tanto la crisis como la estrategia definida por el Gobierno para enfrentarla –el llamado “Período especial” –, han producido y exigido grandes sacrificios en particular a las mujeres, que dadas las características culturales patriarcales del país, siguen siendo las responsables de la atención, en todas sus demandas, de la familia.

Todo ello ha significado un grave deterioro en todas las instancias de la vida, llegando a evidenciarse un franco retroceso en sectores prioritarios como la alimentación, el empleo; y a poner en peligro dos grandes conquistas de la Revolución: la salud y la educación efectivas y gratuitas para todos. Pero este retroceso no solo se ha concretado en aspectos tan específicos y mensurables como los antes mencionados, sino que ha tenido y tiene dimensiones morales, políticas y sociales, en general, que resultan aún más dolorosas en la medida en que podrán tal vez llegar a ser irreversibles en buena parte de los casos, y han tenido y tienen un grandísimo costo espiritual.

Por otra parte, las medidas y esfuerzos dedicados a producir nuevas reconversiones de la economía cubana se han visto constantemente asediados por el recrudecimiento del bloqueo norteamericano, destinado no solo a hacer aún más difícil el acceso a los espacios de financiación y a los puertos insulares de los insumos que su exigua capacidad de compra le permite adquirir al país, sino también a intentar disuadir a los posibles interesados en comerciar con Cuba, invertir en la Isla, o visitar sus ciudades, playas y campos. Aun cuando parecía haber variado un poco la política agresiva de los Estados Unidos con el restablecimiento, en 2014, de las relaciones diplomáticas entre ambos países, propiciado por el presidente Barack Obama hacia el final de su mandato, el gobierno del presidente Donald Trump ha dado marcha atrás a estos primeros acercamientos, y ha logrado, lo que parecía imposible, empeorar la situación, haciendo que la breve brecha de expectativas y efímeros logros alcanzados a los pocos meses del restablecimiento de relaciones, debidos principalmente a la afluencia de turistas norteamericanos, por décadas ansiosos de viajar a la Isla, fueran cortados de tajo por sucesivas medidas legislativas destinadas a prohibirla o, en el mejor de los casos, dificultarla.

Por otra parte, en los últimos años, las desigualdades ya acrecentadas por la larga crisis iniciada en los 1990’s, se han agudizado a causa del cambio de modelo económico promovido en la última década, en cuyo marco y ámbitos de influencia no solo se hace evidente la mucho menor posibilidad para los negros y mestizos de contar con un capital inicial a partir del cual acceder a determinadas opciones de trabajo por cuenta propia, sino también la perpetuación de un racismo renovado, observable en las brechas educacionales, económicas y sociales que ya se advierten en nuestra sociedad. Por ello desde las diferentes esferas del Gobierno y los sectores intelectuales y académicos, se ha comenzado a otorgar mucho mayor valor político y epistémico a género y raza y, consecuentemente, a desarrollar directivas y prácticas al respecto. La mera comparación cuantitativa entre la pródiga y dilatada conmemoración en 2016 del aniversario 130 de la abolición de la esclavitud y la parca, apenas perceptible celebración de su centenario en el ubérrimo 1986; o la constatación del hecho de que el feminismo haya sido finalmente incorporado como término –y es de esperar que lo sea también como instrumento político– por la Federación de Mujeres Cubanas, ofrece un buen ejemplo de este cambio de situación y, consecuentemente, de orientación y perspectivas.

1. Primeros tiempos: raza y literatura en los 60, una relación delicada

Tal vez una de las repercusiones inmediatas en el campo literario de las expectativas auspiciadas por el cambio revolucionario de 1959 –por cierto, hasta hace pocos años apenas estudiada–, fue la aparición de las Ediciones El Puente, proyecto que funcionó “con medios propios y al margen de las instituciones oficiales” (García Méndez, 2011), entre 1961 y 1965, fecha en la que fue clausurado. En él tuvieron una importante participación los autores negros(4) y los temas raciales, así como tradiciones y mitos afrocubanos, abordados también por escritoras y escritores blancos(5). Esta singularidad de El Puente en el campo literario nacional ha sido elocuentemente expresada por Jesús J. Barquet:

No solo era raro en la historia cubana un grupo literario con tantos negros ‒la mayoría de ellos, además, de extracción humilde‒, sino también el interés por publicar textos que recrearan conscientemente, sin propósitos meramente folklóricos ‒como había ocurrido en buena parte del movimiento negrista de los años 20 y 30‒, los aspectos negroafricanos presentes en la cultura cubana (Barquet, 2011: 88).

De hecho, como concluye Bibiana Collado a partir de lo expuesto por el fundador de este proyecto, el poeta y editor José Mario, la presencia en él de afrodescendientes no era fortuita: “El Puente mostró una voluntad explícita de dar a conocer textos de autores negros” (Collado, 2014: 194). Y otra de sus marcas más importantes, subrayada por todos los críticos, fue una notable presencia femenina, la que, al igual que la negra, nunca se había producido en Cuba en los grupos o generaciones literarias precedentes.

Entre las poetas editadas por El Puente estuvieron Nancy Morejón y Georgina Herrera, quien en 1962 publicó GH, su primer cuaderno de poemas, de fuerte impronta personal, como lo subraya el título del poemario, conformado por las iniciales de su nombre, de las que siempre estará presente la primera, la G, en el comienzo de todos los títulos de sus libros.

Al margen de tener en cuenta sucesos puntuales, líneas políticas o tendencias específicas del campo literario que pudieran relacionarse con el cierre de Ediciones El Puente –ampliamente comentados por los críticos antes mencionados–, se impone reconocer el hecho objetivo de que la Revolución privilegió la construcción y consolidación de una conciencia unitaria de clase por encima de una conciencia diferenciadora de género o de raza, categorías que fueron no solo desestimadas, sino definitivamente colocadas al margen y excluidas del análisis, el pensamiento y la práctica política. Así pues, la estrategia definida como “la negación de la existencia de discriminación y la consideración del tema racial como divisivo y contrario a la unidad nacional” (Bobes, 1996: 123), no solo había operado y se había mostrado útil en los primeros años de la República, dado el interés de sus gobernantes y de los recién creados grupos de poder en apagar los reclamos de negros y mulatos que habían luchado por la independencia, a los cuales la Constitución les reconocía –solo a los hombres– los mismos derechos políticos que a los blancos, pero que en la realidad no podían ejercerlos plenamente, ni disfrutar de ellos; sino que ese desconocimiento ‘estratégico’ de la discriminación racial y sexual en favor de la categoría de clase y la defensa de la unidad del pueblo, también operó en buena parte de las casi seis décadas transcurridas desde el triunfo de la Revolución.

Perfil de la poeta cubana Georgina Herrera. Cuba
Georgina Herrera

2. La obra literaria de Georgina Herrera

Entre GH, su cuaderno de Ediciones El Puente (1962), y la largo tiempo esperada y muy reciente publicación de su Poesía completa (La Habana: Letras Cubanas, 2016), Georgina Herrera publicó otros siete poemarios: Gentes y cosas (1974), Granos de sol y luna (1978), Grande es el tiempo (1989), Gustadas sensaciones (1996) y Gatos y liebres o Libro de las conciliaciones (2009), así como un testimonio sui generis, escrito en diálogo con Daysi Rubiera: Golpeando la memoria: Testimonio de una poeta cubana afrodescendiente (2005), al que se incorporaron poemas entonces inéditos, que luego se incluyeron en su libro de 2009.

Todos ellos conforman un continuum poético cuya coherencia, afinidad y armonía se logra a través de la interacción de varias líneas temáticas y motivos que parten de la autoconciencia y, consecuentemente, de la autorrepresentación de la hablante poemática o sujeto lírico de sus textos como negra feminista, orgullosa de su origen, su condición, su valor y su entereza. Esta constelación temática podría resumirse en la apelación a genealogías y valores ancestrales; la presencia de la familia y el entorno familiar, la referencia a antepasados e hijos; el rescate de la historia olvidada, negada, y de sus protagonistas, en particular, las femeninas; así como el homenaje fruitivo y productivo a la oralidad y la religiosidad afrocubana. Y muy especialmente, como condicionamiento y marca de todo lo anterior, aquello que Catherine Davies llamara hace veinte años en su estudio pionero sobre el tema, su perspectiva ginoafrocéntrica (1997: 185) –a la que volveré, tal como enuncia el título de estas páginas–; la cual ha sido también abordada por Aída Falcón Montes de Oca en «Vencida a veces, nunca prisionera». Identidad y autorrepresentación en la obra de Georgina Herrera, el libro más reciente dedicado a la obra de nuestra autora.

En los más diversos acercamientos y estudios de las mujeres, como se sabe, lo personal es político, de modo que debo referirme siquiera brevemente a unos pocos aspectos pertinentes de la biografía de Georgina Herrera. Comienzo por decir que nació en 1936 en Jovellanos, Matanzas, un pueblo relativamente próspero, así nombrado en 1870 en honor del ilustrado asturiano Gaspar Melchor de Jovellanos, pero que desde su fundación a mediados del siglo XIX, era conocido por el nombre de Bemba, término que según el DRAE se emplea para denotar una boca de labios gruesos y abultados, y en otros diccionarios remite a una lengua hablada en Zambia, o a originarios de otra región africana, etc., pero que en Cuba se empleaba para referirse despectivamente a la boca de los afrodescendientes, aunque con posterioridad su uso metafórico o el de sus compuestos y derivados haya adquirido otros significados.

Si me he demorado en lo anterior es porque ese topónimo expresa en qué gran medida la población de Jovellanos –al igual que la del cercano pueblo de Cimarrones–, estaba vinculada a la producción de azúcar, y fue mayormente conformada por esclavos y sus descendientes; contexto espacial, escenario de su origen, que se expande a las más diversas dimensiones de la poesía y otros textos de Georgina Herrera, quien con orgullo, en el inicio de su poema “Dios de mi casa y de mi sangre: Olofi”, así lo enuncia:

Familia negra en la que no hubo
mezcla alguna:
negros los ojos, la piel, el pelo duro;
y el alma, pura,
casi salvaje, porque
el origen era la selva.
Hablo de los que me antecedieron. (Herrera, 2009: 41)

Portada del libro de poesía Gustadas y Sensaciones de Georgina Herrera. Cuba

3. África y Cuba

Inicio mi acercamiento a los temas seleccionados, centrándome, para comenzar, en la relación inmediata, familiar entre África y Cuba, presente en la obra de Georgina Herrera, y parto para ello de un primer ejemplo tomado de su libro Golpeando la memoria:

A la hora de contar, mi abuelo era el dueño de la palabra, no se le podía interrumpir, si alguien lo hacía, con un “Sió, calla la boca” lograba un silencio que parecía que no se iba a acabar nunca, y entonces empezaba a hacer cuentos que me mantenían como en el aire y adivinanzas que siempre tenían una intención moralizadora. Cuando yo le hacía muchas preguntas, me decía: “¡Muchacho, tú pregunta mucho!”. Recuerdo una adivinanza que dice: en medio de un cuco hay otro cuco y en medio del pueblo chaco, chaco, bulaco. ¡Imagínate tú!, cómo podía adivinar, y cuando le preguntaba qué cosa era, me decía: “¡Tijera mi’ja, tijera!”, porque cuando tijera entra en tela hace chaco, chaco, bulaco”. (Herrera y Rubiera, 2005: 48)

Aquí se advierte, en primer lugar, algo a lo que volveré más adelante; es decir, la performatividad de la narración oral africana, trasladada a Cuba por los esclavos; y el efecto que causaba en su pequeña oyente; así como el empleo de una de sus formas características, la adivinanza, aunque con un tema, las tijeras, ya obviamente transculturado. Pero lo que me interesa ahora señalar, es cómo los aspectos morfológicos, sintácticos y prosódicos del lenguaje empleado por el abuelo nos permiten pensar que podría tratarse de un africano, de un bozal, pues no distingue el género gramatical: llama “muchacho” a su nieta; emplea palabras: “cuco … cuco”, de sentido desconocido; no se atiene a las reglas de concordancia; no emplea conectores ni artículos; confunde fonemas: “bulaco” por buraco, emplea onomatopeyas… De modo que ya en este texto estaría presente la vinculación aún inconsciente de su autora con África, la que sería patria de su abuelo, como parece indicarlo el sujeto lírico de otro texto, su poema homenaje a Agostinho Neto (“Respetos, Presidente Agostinho”) cuando cita la imagen que aquel tenía de África:

Según abuelo, África
era un país bonito y grande como el cielo,
desde el que a diario,
hacia el infierno occidental,
venían reyes encadenados, santos oscuros,
dioses tristes. (Herrera, 1978: 48).

Por otra parte, tanto en el primer texto, como en el que acabamos de citar, se pone de manifiesto, en la figura del abuelo, la inapelable autoridad patriarcal (que en el poema, en una significativa argucia de la autora, va a rectificar el dirigente angolano), a la que en otras ocasiones se referirá Herrera al hablar o escribir sobre su padre, cuyas leyes la conducirán a desafiarlo y a alejarse muy temprano de su pueblo e ir a trabajar, inicialmente como empleada doméstica, a La Habana, donde estudiará por las noches, hasta lograr empleos mejores, relacionados con el interés que desde niña sintió por la literatura, a partir precisamente de las narraciones de su abuelo y de la audición de novelas radiales, a cuya escritura se dedicará profesionalmente a lo largo de toda su vida laboral.

Volviendo a lo primero, a esa vinculación familiar muy próxima con África, hay otro poema, brevísimo, que además constituye un argumento de la autora, una legitimación para su corajuda actitud ante la vida: la celebración de un modelo de mujer al mismo tiempo cercano y remoto, dotado del aura de la historia, de la rebeldía, con el cual identificarse y ratificar su propia indocilidad, su independencia, su fuerza. Me refiero a “Retrato oral de la Victoria”, de título obviamente polisémico y en nuestro contexto cubano, tan dado a las celebraciones épicas, posiblemente irónico y hasta sarcástico:

Qué bisabuela mía esa Victoria.

Cimarroneándose y en bocabajos
pasó la vida.

Dicen que me parezco a ella. (Herrera, 1989: 22)

Otro poema que relaciona a Cuba y África y se escenifica, con datación precisa, en el mismo escenario, es el titulado “Fermina Lucumí”, dedicado a la esclava que participó en las sublevaciones de las dotaciones de ingenios matanceros de 1843, cuya rebeldía no se conoce y celebra a partir de su conservación por la memoria familiar, desasida de fechas y de datos, sino por algo mucho más importante, porque ya forma parte rescatada, visibilizada, de la historia del país:

El cinco de noviembre
de 1843, Fermina, cuando
todos los bocabajos fueron pocos
para tumbar su ánimo…
¿qué amor puso la astucia en su cerebro,
la furia entre sus manos?
¿Qué recuerdo
traído desde su tierra en que era libre
como la luz y el trueno
dio la fuerza a su brazo?

Válida es la nostalgia que hace poderosa
la mano de una mujer
hasta decapitar a su enemigo.

Diga, Fermina. ¿Entonces
qué echaba usted de menos?

¿Cuál fue la dicha recuperada, cuando
volaba más que corría por los verdes abismos de las cañas,
dónde tuvo lugar su desventura?

Lástima
que no exista una foto de sus ojos.
Habrán brillado tanto (Herrera, 1989: 17).

Y en él vuelve la autora a la búsqueda, en estas mujeres fuertes, valientes, capaces de hacer historia, al encuentro y celebración de una genealogía para sí. Como escribe Davies:

En este poema una vez más son las esclavas las que ocupan la posición de sujetos de su historia, que es la de la lucha de Cuba por su libertad. La poeta concentra su atención en la fuente de energía interior de la esclava, y percibe su valor como una estrategia específicamente femenina, asociada al amor (que genera astucia y rabia) y, sobre todo a la memoria (que genera poder) (Davies, 1999: 63).

Y en el ámbito de este tránsito físico, familiar, de sangre a sangre, de África a Cuba que Georgina Herrera hace presente en su poesía, adquiere especial significado un texto en que el sujeto lírico se ubica en el más violento escenario de este encuentro entre allá y acá: el barracón. Poema sagrado, diálogo con la memoria del dolor, con la confianza en el poder de la resistencia, con la certeza de la fertilidad de la semilla:

“El barracón”
(Ante las ruinas del Santa Amalia)

Sobre estos muros
húmedos aún, en las paredes
que la lluvia y el viento de hace tiempo
desgastaron e hicieron,
a la vez, eternos, pongo mis manos.

A través de los dedos, oigo
sonidos, maldiciones, pasos, juramentos
de los que en silencio
resistieron los colmillos del látigo en la carne.

Todo me llega del pasado, mientras
se alza el pensamiento; pido
a los sobrevivientes
de la interminable travesía
fuerza, y memoria (esa
devoción para el recuerdo),
y el amor, mucho, todo el amor
con que regaron su impetuosa semilla, perpetuándola.

Así lo siento, lo recojo y lanzo
hacia todo lo que en el tiempo venga (Herrera, 2009: 44).

Por último, y a pesar de su extensión, cito íntegramente un texto de extraordinaria dimensión lírica, afectividad, orgullo y compromiso; según Davies, sin duda «el más conmovedor [de sus poemas de esta temática], la respuesta emocional de la poeta a África», todo «un proceso de autoexploración y autoafirmación», una «relación autoperpetuadora» entre la autora y su tierra ancestral, en la cual «cada una es producto de la otra». África «constituye su deseo, sus sentimientos maternales y su placer; es la fuente de su vida espiritual, su alegría, su destino» (Davies, 1999: 63-64):

“África”

Cuando yo te mencione
o siempre que seas nombrada en mi presencia
será para elogiarte.

Yo te cuido.

Junto a ti permanezco, como el pie
del más grande árbol.

Pienso
en las aguas de tus ríos y quedan
mis ojos lavados. Este rostro, hecho
de tus raíces, vuélvese
espejo para que en él te veas. En mi muñeca
vas como pulsa de oro
-tanto brillas-; suenas
como escogidos cauríes para
que nadie olvide que estás viva.

Todo sitio al que me dirijo
a ti me lleva.

Mi sed, mis hijos,
la tibia oleada que al amor me arrastra
tienen que ver contigo.

Esta delicia de si el viento suena
o cae la lluvia
o me doblegan los relámpagos, igual.

Amo esos dioses
con historias así, como las mías:
yendo y viniendo
de la guerra al amor o lo contrario.

Puedes
cerrar tranquila en el descanso
los ojos, tenderte
un rato en paz.

Te cuido. (Herrera, 1989: 14-15)

4. Rescate y valoración del qué y el cómo de la cultura oral afrocubana

José de la Luz Caballero, en el libro de lectura que escribiera para los niños de su colegio, Testo de lectura graduada para ejercitar el método esplicativo, de 1833, incluye dos escritos: “Sobre el roce con los criados” (70-74) y “Otra advertencia sobre el trato con los criados” (117-120), que tanto por ser los únicos que repiten el mismo tema, como por el énfasis que se observa al inicio del enunciado del segundo, parecen evidenciar más que un interés pedagógico, una verdadera obsesión por extirpar lo que considera un grave peligro para los pequeños alumnos de su reputada escuela. Podría pensarse que los reparos que estos títulos sugieren se deberían a los consejos de Rousseau tan en boga por esos años –desarrollados por Domingo Del Monte posteriormente en su Memoria sobre la educación–; pero en el caso de Luz sin duda obedecen a la especificidad del criado, y en particular, de la criada cubana, la esclava, poseedora de una cultura ‘otra’ que podría ‘contaminar a los pequeños.(6) Además del ‘contagio’ lingüístico, de la ‘contaminación’ del castellano con voces y vicios de pronunciación africanos, consideraciones que ya aparecían en el proyecto de diccionario de voces cubanas de Peñalver, de fines del XVIII(7) este ‘contagio’ podría implicar también la ‘transmisión’ a los niños de todo el imaginario africano: «cuentos maravillosos», así los llama Luz, en los que se dice «que hay hombres que tragan culebras, que hay otros que desde lejos pueden con yerbas y otros arbitrios sobrenaturales hacer daño a sus semejantes» (Luz, 1833: 117-120), lo que constituye, a lo que sé, la primera referencia en un texto no jurídico o inquisitorial, a manifestaciones de las culturas africanas en Cuba y en particular a su literatura oral.

Junto a estos, en los textos de costumbristas, novelistas y letrados cubanos del XIX, hay otros argumentos relativos a ‘contagios’ culturales ocasionados por nodrizas y otras esclavas domésticas, así como prevenciones y disposiciones discriminatorias de todo tipo contra las manifestaciones culturales afrocubanas, desarrolladas entre finales de ese siglo y comienzos de la República y legitimadas, además, por el pensamiento positivista entonces en boga.

Una perspectiva muy distinta, en particular en lo concerniente a la literatura oral, es la que ofrece Aurelia Castillo de González, quien en 1887, al año siguiente de la abolición, publica en la primera antología de cuentos cubanos, recopilada por la revista La Habana Elegante, un texto titulado “Un cuento de Francisca”, de tema patriótico y contemporáneo, en el cual esta vieja esclava es calificada como tan «notabilísima narradora de cuentos», que si se «apostaba con una señorita que tenía el libro de Las mil y una noches a cuál de las dos contaba más», era ella, Francisca, quien «sin libro» salía vencedora (Castillo 1914, III: 373-374). Salto algún que otro ejemplo de escritoras cubanas de la primera mitad del siglo XX que se interesaron tangencialmente y con una perspectiva más bien folclorista en este tema, para subrayar de inmediato la importancia definitiva de la obra desarrollada en los años 40 y 50 del siglo XX por Lydia Cabrera, tanto de ficción (Cuentos negros de Cuba, 1940) como antropológica (El monte, 1954), en la que alcanzó su más alto grado el reconocimiento de la agencia cultural de las mujeres negras en la conservación y trasmisión de literatura oral, memoria y tradiciones.

La oralidad, tanto como rasgo y prenda cultural irrenunciable de los afrodescendientes, como legado portador de todo un caudal de manifestaciones literarias, artísticas, religiosas y de los más disímiles saberes, e igualmente como deleite para los oídos atentos, es un tema fundamental en la obra de Georgina Herrera, no solo poética, sino también testimonial.

A comienzos del nuevo milenio, y como parte del “Proyecto Memorias e Historias Orales de la Revolución Cubana”, Daisy Rubiera Castillo, autora de uno de los clásicos de la literatura testimonial cubana: Reyita, sencillamente, se ofrece a Georgina Herrera para trabajar lado a lado con ella en la organización y edición de sus memorias, sirviéndole de contrafigura en un diálogo creativo que fructificará en ese unicum de nuestra literatura que es Golpeando la memoria: Testimonio de una poeta cubana afrodescendiente, en el cual prosa y verso, relato y poemas, se entretejen, porque han vivido siempre juntos, pues como confiesa la escritora: «Toda mi vida está en mis poesías» (Herrera/Rubiera, 2005: 24).

En “Oriki para las negras viejas”, uno de los capítulos en que se organiza el libro, Herrera rememora y revaloriza las voces de aquellas ancianas, salidas de la esclavitud y no solo portadoras de las tradiciones ancestrales, de un contenido, de un ‘qué’; sino artífices de los modos de narrar, de un singularísimo ‘cómo’ hacerlo:

Muchas de aquellas narraciones eran las mismas que el abuelo había contado, pero las de ellas no solamente me suspendían, sino que me trasladaban qué se yo adónde, e iba y venía en medio de lo que escuchaba, dándome un gusto que aún hoy me llena la memoria y el corazón, porque ellas tenían otra manera de decir y con mucha más variedad y una riqueza sin límites. (Herrera/Rubiera, 2005: 76, mi énfasis, L.C.).

Como ha dicho Flora González Mandri, refiriéndose en particular a los humildes espacios domésticos, eminentemente femeninos, en que estas viejas narraban sus historias, «[e]ste cuadro narrativo conlleva un intercambio íntimo entre mujeres que contrasta con la narración recibida de su abuelo, intercambio que no condujo […] a la suspensión de la incredulidad, [sino a su] traslación a la esfera imaginativa, capaz de crear un gusto estético ahora grabado en su memoria y en su corazón » (González Mandri 2014: 16).

Así pues, las historias que contaban «en la cocina de sus casas, o por las noches, sentadas en un sillón o en un taburete, junto a una cuna o una hamaca o tal vez a un simple jergón de paja» (Herrera/Rubiera, 2005: 76), fueron las forjadoras de la creatividad de Herrera, de su tempranísima entrega a las letras: «Mi primer cuento lo escribí cuando aún estaba en la escuela primaria, a partir de los relatos que ellas hacían y que siempre escuché con mucha atención» (Ibid.: 75).

Y a esas «negras viejas de la familia y del barrio» Herrera les dedica el poema que abre este capítulo, poema en el que, al cabo de los años, convertida ella también en una negra vieja, descubre la necedad que significó, en medio de un proceso como el de la Revolución cubana, que proponía y ofrecía facilidades para el desarrollo de las capacidades de todos, despreciar, poner a un lado los antiguos valores de la tradición, los saberes heredados, sin advertir, enajenada, enajenados todos por la novedad, por el entusiasmo de lo que estábamos viviendo, que nuestro país tenía que volverse a fundar con la memoria y los saberes de todos, con su rescate, su recuperación y su enaltecimiento, a fin de lograr la igualdad, a fin de exorcizar definitivamente el racismo, de borrar las huellas de la esclavitud:

“Oriki para las negras viejas de antes”(8)

En los velorios
o a la hora en que el sueño era ese manto
que tapaba los ojos
ellas eran como libros fabulosos abiertos
en doradas páginas.
Las negras viejas, picos
de misteriosos pájaros,
contando
como en cantos lo que antes
había llegado a sus oídos,
éramos, sin saberlo, dueñas
de toda la verdad oculta
en lo más profundo de la tierra.

Pero nosotras, las que ahora
debíamos ser ellas, fuimos
contestonas,
no supimos oír; teníamos
cursos de filosofía,
no creímos,
habíamos nacido demasiado cerca
de otro siglo. Solo
aprendimos a preguntarlo todo
y al final, estamos sin respuestas.

Ahora, en la cocina, el patio,
en cualquier sitio, alguien,
estoy segura, espera
que contemos lo que debimos aprender

Permanecemos silenciosas,
parecemos tristes
cotorras mudas.
No supimos
apoderarnos de la magia de contar
sencillamente
porque nuestros oídos se cerraron,
quedaron tercamente sordos
ante la gracia de oír. (Herrera, 2009: 48-49).

Lectura de «Oriki para las negras viejas de antes», por Georgina Herrera.

Conclusiones

En el devenir cronológico de la obra de Georgina Herrera, al tiempo que se pone de manifiesto su relación entrañable con África y su vital continuidad en Cuba, más política e histórica que mítica y edénica; se advierte un enérgico empoderamiento feminista, un osado enfrentamiento al racismo y una agencia reivindicativa de los saberes ancestrales y su importancia para el desarrollo armónico de la cultura y la sociedad cubanas; todo lo cual hace de sus textos poéticos y testimoniales, así como de su trabajo como guionista de programas radiales, televisivos y de proyectos cinematográficos –faceta de su labor no abordada en estas páginas–, una prueba fehaciente de la lucha emprendida en las últimas décadas por las escritoras negras cubanas por erradicar las huellas de la esclavitud.

Bibliografía

Herrera, G. (1962). GH, Ediciones La Habana, El Puente.

Herrera, G. (1974). Gentes y cosas, La Habana, Ediciones Unión.

Herrera, G. (1978). Granos de sol y luna, La Habana, Ediciones Unión.

Herrera, G. (1989). Grande es el tiempo, La Habana, Ediciones Unión.

Herrera, G. (2009). Gatos y liebres o Libro de las conciliaciones, La Habana, Ediciones Unión.

Herrera, G. y D. Rubiera. (2005). Golpeando la memoria: Testimonio de una poeta cubana afrodescendiente, La Habana, Ediciones Unión.

Secundaria

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Notas

(1) Según el Censo de 1841 la población de color, tanto esclava como libre, ascendía a 589,333, mientras que la blanca era de 418,291 habitantes (Resumen del censo, 1842). En 1846, la población de color llegaba a 472,985 habitantes, mientras la de blancos era de 425,767 (Cuadro estadístico, 1847).

(2)En este acápite de ‘no blancos’ el Censo de 1931 (1932) recogía tanto negros (437,769) como asiáticos (26,252) y mestizos (641,337).

(3) Cf, como ejemplos, imágenes de los pintores y grabadores franceses Hyppolite Garneray, Édouard Laplante y Fédéric Miahle; así como de los españoles Víctor Patricio de Landaluze, pintor y caricaturista que vivió en Cuba entre 1850 y 1889; de José María Romero López, pintor (1815 – 1880), autor en particular de retratos de niños, y de Jaime Valls; pintor, escultor, ilustrador, cartelista (1883-1955), quien vivió en La Habana desde comienzos del siglo XX; e igualmente de los cubanos Andrés García Benítez , ilustrador y diseñador (1916-1981), quien trabajó en Carteles desde 1934; y Luis Felipe Wilson, caricaturista (1930-2006), que inaugurara en 1961 la publicación de semanario humorístico Palante, de contenido político, con una “criollita” muy revolucionaria, pero que exhibía los mismos atributos sexuales con que los artistas que lo precedieron habían construido el estereotipo de la mulata.

(4) Ana Justina Cabrera, Georgina Herrera, Nancy Morejón, Guillermo Cuevas Carrión, Manolo Granados, José Madan, Armando Charón, Rogelio Martínez Furé y Gerardo Fulleda León. (Pahlenberg, 2014: 38). A ellos habría que sumar algunos escritores mestizos, como José Mario, fundador y centro del grupo.

(5) Miguel Barnet, Ana Garbinsky, José R. Brene, José Milián, Héctor Santiago Ruiz y Silvia Barros (Pahlenberg, 2014: 41).

(6) Estas “fantasías fóbicas” sobre contagio y contaminación que pueblan los discursos decimonónicos cubanos sobre la esclavitud a partir de la gran epidemia de cólera de 1833, de la que se culpó a los africanos, viene siendo estudiada desde comienzos de los 90 por Julio Ramos, particularmente en su libro Paradojas de la letra. (Caracas: Excultura, 1996).

(7) Cf. Alpízar, 1991, passim.

(8) Cito la versión final del poema, publicada en su libro de 2009.

Fuente

Luisa Campuzano, «Allá y acá / Entonces y ahora: África y Cuba en la poesía de Georgina Herrera », Études caribéennes [En ligne], 4 | Décembre 2019, mis en ligne le , consulté le 14 mars 2022. URL : http://journals.openedition.org/etudescaribeennes/18127 ; DOI : https://doi.org/10.4000/etudescaribeennes.18127

Luisa Campuzano

Escritora y ensayista cubana. Licenciada en Letras Clásicas, Doctora en Filología, Profesora Titular de la Facultad de Artes y Letras. En 1994 fundó el Programa de Estudios de la Mujer de la Casa de las Américas donde dirigió el Centro de Investigaciones Literarias y coordinó el Premio Literario Casa de las Américas entre 1987 y 1994. Es miembro del consejo de redacción de las revistas Casa de las Américas, Universidad de La Habana, Nomadías (Chile), Caligramas (Brasil), Altre Modernità (Italia), Corrientes (Noruega), entre otras. Es miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua y correspondiente de la Real Academia Española, del Consejo Nacional de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, así como del consejo asesor de diversas asociaciones españolas y latinoamericanas. Premio de la Crítica en 2004 con su libro "Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios. Escritoras cubanas del siglo XVIII al XXI", de Ediciones Unión.

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