Hace unos años, mientras ofrecía en una universidad colombiana un seminario sobre los desplazamientos del lenguaje de la literatura en la fotografía, la música, el cuerpo y el cine, tuve ocasión de desempeñarme como profesor consultante de la Maestría de Creación/Investigación. Los estudiantes, una docena, habían elegido ya sus temas —de lo performático a lo novelesco, del body art a la lógica del sueño lúcido—, y me di a la tarea de construir mi posición como la de un interlocutor más, independientemente de mis funciones.
Luego de hacer un recorrido a vista de pájaro por los asuntos en los que pronto tendría oportunidad de sumergirme, me di cuenta de que en buena parte de ellos existían diversos diálogos con la dimensión cultural/emocional/política específica del cuerpo. El cuerpo como centro de determinadas novelas, como espacio del videoarte, como objeto de ensayos fotográficos, como soporte vivo, etc. Y había, por consiguiente, un montón de interrogaciones.
Hubo una persona con quien el diálogo se prolongó, por fortuna, más allá de lo académico. Mientras la gran mayoría de los estudiantes se aproximaba a disímiles fenómenos, más o menos externos, de la cultura (cómo analizar hoy, sin obviedades, el carácter de Anna Karenina; cómo realizar un videoarte sobre el orgasmo femenino; cómo diseñar una acción feminista desde el body art), esta persona se concentraba en hacer de sí misma —de su identidad, su cuerpo y su yo— el asunto de su indagación.
Después de un almuerzo colectivo cuya sobremesa se saturó de comentarios diversos sobre mis puntos de vista en relación con el cuerpo, el sexo y el lenguaje, Kampu (así se hacía llamar) se acercó a mí y me dijo que había leído mucho sobre la abyección, el arte abyecto y el cuerpo abyecto sexualizado, al par que intentaba objetivar, en narraciones concatenadas (una especie de diario), su experiencia personal y privada dentro de dichos asuntos.
Por aquellos días, en aquella universidad, varios grupos de jóvenes habían distribuido volantes con calendarios en los cuales se marcaban unos para mí ignotos «días de la indignación». Así supe de sus diversas perspectivas sobre los derechos de la mujer en Colombia, su defensa del aborto, sus denuncias de la violencia doméstica, del sexismo y, en especial, de los discursos patriarcales dentro del propio ámbito académico. Aquella atmósfera era también el trasfondo sobre el cual íbamos a dialogar.
Kampu me dijo que esas narraciones no eran más que fragmentos elaborados a partir de hechos íntimos de sus vínculos sexoafectivos. Aclaró que, sin apartarse de esos hechos, había intentado producir una narrativa de estos con adiciones de naturaleza meditativa.
Es difícil definir lo abyecto, pero lo mejor es hacerlo desde la perspectiva del body art y las infinitas posibilidades de representar la individualidad desde, digamos, el ángulo del placer. Habría que aludir a la conjunción y la conexión de grupos de imágenes relacionadas con las secreciones corporales, con diferentes intensidades (en cuanto al placer y el sentido del placer y la noción de lo placentero) y deseos de autopercepción, con la violentación de lo canónico, la autoagresión simbólica en busca de un conocimiento «superior», la expansión de los horizontes de lo libidinal, la supresión del pudor (en la necesidad que tendría el yo de reconocerse «sin secretos»), y la abolición de lo obsceno por intermedio de la obscenidad (confesiones detalladas acerca de la interacción con el cuerpo y sus secreciones, por ejemplo).
Pero si la abyección se manifiesta en un organismo genéricamente fluido, las cosas se enriquecen. Un cuerpo en el cual el género se fluidifica admite representaciones muy variadas y que ganan su propio espacio-tiempo. En principio rompe con el binarismo hombre masculino/mujer femenina y descree de esas nociones, las borra en favor de una identidad sin pautas patriarcales.
Kampu es una mujer biológica de origen emberá que ha elegido, desde su bisexualidad no simétrica (al preguntarle sobre esto, me dijo que era 80 % lesbiana y 20 % hetero), elaborar su apariencia en busca de una androginia muy parecida a la que ostentan dos iconos culturales muy diferentes: la compositora y vocalista LP y la teórica y filósofa Judith Butler. Kampu, además, se rebela contra el mundo patriarcal de referencias de lo bello-femenino.
Su individualidad se autoconstruye socialmente en el no binarismo y como resultado «obtiene», con éxito, un género «fluido» en un cuerpo conceptualmente «denso»; es decir, un cuerpo en el cual hay varios niveles de comprensión de sí mismo.
Pero Kampu me dijo que quería ser madre, embarazarse, parir, y entonces entró en contradicción no consigo, sino más bien con las demás personas de su entorno.
Las teorías y los activismos se constituyen por sí mismos en narrativas de explicación (del yo y sus sitios de enclave) y de defensa (de su pertinencia social en general, profesional, doméstica, íntima, etc.).
Esas narrativas son relatos en los cuales el activismo y las teorías se articulan para producir discursos desde los que los sujetos pueden proteger y hacer valer sus emplazamientos y sus ideas acerca de ellos mismos.
Pero hay narrativas de testificación (historias en las que no hay teoría, sino tan solo vivencias, hechos, decisiones, emociones) que hablan mejor que las teorías y las generalidades de los activismos. Lo mejor que puede ocurrir en la unión de las teorías del feminismo con sus activismos (en busca, sencillamente, de un humanismo inclusivo no patriarcal) es que produzcan un tercer elemento: las narrativas concretas de la experiencia.
Narraciones vitales que dan fe de la materialidad urgida (precisada, apremiada, comprometida) de los problemas.
Mis conversaciones con Kampu dejaron ver su decisión, muy firme, de embarazarse. La testificación de los sucesos en torno a esto dio lugar a microrrelatos relacionados no solo con este asunto, sino también con el ejercicio de una libertad personal que, al parecer, rompía con el esquema en el que Kampu había sido confinada.
Hablar con ella puso de relieve su «darse cuenta» de que había sido «esquematizada», que prácticamente nadie comprendía (ni aceptaba) su decisión de ser madre biológica, y que resultada «escandaloso», o por lo menos muy heterodoxo (dentro de otras «heterodoxias»), que además se hubiera puesto de acuerdo con un hombre gay para llevar adelante su proyecto.
Le pedí que me hablara de esa elección y me dijo, con sorpresa, que todo había discurrido con naturalidad y que desde hacía meses existía entre ellos una tensión erótica matizada por la ternura. A los efectos de los sedimentos de cultura patriarcal que hay dentro de mí, su revelación fue sorprendente. Pero fue una sorpresa de inmediato exultante y afirmativa.
Le agradecí a Kampu su valentía, su sinceridad y su desenfado cortés. Le dije que algún día escribiría sobre ella. Siempre que pienso en aquellos encuentros, vuelvo a ver que su cuerpo se hospeda, por así decir, en una bisagra, una articulación que es tierra de nadie y de todos, un gozne de enorme riqueza incorporativa.
La libertad es así: expande las riberas de la individualidad y la perfila. Ojalá su descendencia, originada en una verdad y un deseo, también contemple la génesis del yo y su emancipación como único camino posible.