Una vez leí que, cuando los hijos están en problemas, a las madres les duele el vientre. No importa cuán lejos estén. No importa cuánto tiempo haya pasado del alumbramiento. Se siente un peso bajo el ombligo, en lo hondo, como un fuego pequeño y permanente. Yo sé que desde el centro del vientre materno sale una energía que conecta a los hijos con una. Es como la cuerda invisible que vibra en función de las vueltas que da la vida. Esa conexión madre e hijo genera un nuevo sentido. Ya no el sexto, que tanto se menciona, y es atribuido a tantas y tantas percepciones, sino otro. Es la intuición de mamá. Esa que me ha hecho decir dos veces: «estoy embarazada», sin acudir a mayores confirmaciones.
Cuando mi madre me dice que no salga a la calle porque tiene un mal presentimiento, yo me quedo en la casa. Cuando ella sueña, intuye, siente algo raro sobre mí, siempre tomamos precauciones. No es superstición, no es espiritismo, no es bobería, es la intuición de mamá. Es esa percepción que nos permite saber, con antelación, cuándo nuestros hijos van a enfermarse, cuándo tienen un berrinche y no un dolor, cuándo están tristes, pero lo disimulan con bromas pesadas. Está claro que la intuición de mamá no es un don gratuito, es una condición que se entrena, se desarrolla, se fortalece con el vínculo afectivo, con el acompañamiento, el cuidado y la inteligencia emocional.
Las madres que tenemos desarrollado ese sentido y que nos esforzamos en cultivarlo no siempre recibimos buenas opiniones de los otros. Nos enfrentamos a la incredulidad y a la incomprensión, sobre todo, por parte de familiares y médicos. Desde que el bebé se forma en nuestro útero comenzamos a percibir una realidad que no es la que los otros miran desde afuera. Cada movimiento, cada sensación dentro del vientre nos viene a revelar un montón de informaciones que se expresan en lenguajes secretos.
En mis dos embarazos he aumentado mucho de peso, mis hijos fueron grandes desde el comienzo, por lo que los médicos vaticinaron, en ambos casos, una diabetes gestacional que nunca ocurrió. Pronosticaron hipertensión y todo tipo de problemas por lo gorda que me puse. Pero yo sabía, con veinte años y con treinta, que mi cuerpo estaba bien, que mis hijos estaban bien y que mi mente estaba en perfecto equilibrio con el entorno. Aun así, viví momentos de tensión y desasosiego, porque mi intuición de mamá era cuestionada una y otra vez.
Cuando nació mi primer hijo unos médicos radicales diagnosticaron muchas patologías asociadas al gran sufrimiento fetal al que fue sometido. Me dijeron que no caminaría, que no hablaría, que podía tener sordera progresiva, que no tendría un crecimiento normal. Gracias a otros médicos esperanzadores, los excelentes neonatólogos que salvaron su vida y a los especialistas de neurodesarrollo y a sus maravillosos consejos, Diego es hoy un muchacho común, que mira series de anime, lee los libros de Harry Potter y prefiere las papas fritas a las habichuelas. Gracias a esos médicos buenos, pero sobre todo, gracias a la intuición de mamá.
Cuando veía a mi hijo recién nacido, cuando le cantaba, cuando su manito se posaba sobre mi seno, cuando sus ojos buscaban el brillo de los míos, yo estaba segura de que aquellos médicos apocalípticos tenían que estar en un error. Esa intuición de madre primeriza, de muchacha veinteañera, se impuso ante los malos presagios. Toda la familia, papá, abuelos y tíos, se sumaron a ese influjo alentador que fue fundamental para el correcto desarrollo del niño.
Diego se enfermó por primera vez a los dos años y pico y estuvo ingresado por unas misteriosas fiebres. Allí le hicieron una placa y, cuando el doctor la vio, dijo que el niño tenía una grave afectación en un pulmón provocada por una neumonía. Yo me resistí a esa afirmación, porque mi hijo no había tenido nunca ni un catarro. Mis padres y los médicos se pusieron en mi contra porque la placa, claramente, indicaba aquello que se diagnosticaba. Entonces comencé a decir como una fanática: «¡Esa placa no es de mi hijo!». No tenía argumentos reales, era solo mi intuición y mi sabiduría de madre, pero mi carita de niña campesina y mi voz de pito no convencían a nadie.
Pedí aquella placa y, cuando la miré bien, dije: «¡Esos no son los huesos de mi hijo! ¡Está clarísimo!». Se rieron de mí y me dijeron que yo nunca había visto los huesos del niño. Cuando nadie me creía, en medio de la desesperación, recordé un detalle importante: al niño mío le habían mandado a levantar los brazos y en la placa aparecían los brazos abajo. Teníamos una foto en un celular tomada unos segundos antes de hacer la radiografía de Diego con los brazos arriba y ahí estaba la prueba.
Resuelto el error, recuperamos la placa correcta en la que se veían limpios los pulmones de mi pequeño hijo. Si errar es de humanos, intuir es de madres. Ambas verdades deben ser aceptadas como parte de la vida. Después de aquel episodio en el que mi intuición y mi inteligencia materna fueron alabadas por familiares y médicos, atendieron y respetaron más mis augurios y premoniciones.
En los diez años de mi hijo mayor esa intuición se ha reforzado. He rebatido diagnósticos y me he negado a darle antibióticos a mi hijo en múltiples ocasiones. Me he topado con médicos excelentes que han querido siempre ayudar y hacer su trabajo de manera eficiente, pero varias veces han estado equivocados. Cuando me niego a aceptar sus dictámenes y me preguntan si yo soy médico, respondo con la frente en alto: «No soy médico, soy la madre».
Con Oliver llevo quince meses de entrenamiento, porque la intuición de mamá es distinta para cada hijo. Mientras con el grande me siento segura, con el pequeño aún hay vacilación y miedo. Pero, día a día, se fortalece ese instinto de presagiar el futuro inmediato de mis hijos. Mientras la vida pasa, se afianza la cuerda invisible que vibra entre mi vientre y mis hijos.