Las dos abuelas de Diego son protectoras en extremo y cuando se juntan, el niño no tiene escapatoria. Tiene que bañarse todos los días, ponerse ropa, comer en hora, hablar bajito y dormir tapado.
Diego, que es un malvado, un día se puso un abrigo y les dijo que tenía fiebre. Ellas, vueltas locas, lo acostaron en la cama y cada una por un lado lo apapacharon para que «sudara la fiebre». Al rato, cuando el niño no podía más del calor, les dijo que era mentira y que ellas dos eran iguales de protectoras.
Isabel y Xiomara tienen sueños y experiencias de vida diferentes. Una estudió Economía y la otra Historia. A una le gusta el helado y a la otra le gusta el Kermato. Una cree en Dios y va a la iglesia, confiando un poco en aquello que decía siempre su amiga Blanca allá en Nuevo Llano, al otro lado del Cañao: «Dios está en mí y el Dios que está en mí es más grande que el que está en el mundo». La otra vive peleando con Oliver, el nieto más pequeño, porque se come las ofrendas que ella le pone al Elegguá de la esquina. Una es alta y la otra bajita. Una es de batilongos y la otra de licras y pulovitos.
Se parecen en que las dos toman pastillas para la presión y en que son personas limpias y desprejuiciadas. Ellas tienen el privilegio de compartir su «abuelitud» con un niño cariñoso, inteligente y bien portado; aunque a veces juegue a hacerse el bandolero.
Mi hijo es afortunado de tener abuelas tan geniales y él sabe que en ellas tendrá un apoyo incondicional, unas consejeras, unas enfermeras, unas aliadas secretas, unas encubridoras, unas consentidoras y dos hombros bien acolchonaditos para aliviar sus cuitas de amor en el futuro.
Aunque cada una tiene sus desvelos y sus anhelos distintos, hay algo en lo que son idénticas: ambas tienen la firme creencia de que todo lo malo entra por los pies. Y al niño, como buen púber rebelde, le encanta desandar descalzo entre sus dos abuelas.