Mujer carga un niño o niña y en el tobillo lleva una cinta que lo protege del mal de ojo
Foto: Jorge Ricardo.

El mal de ojo

Nos decían que ese chinito estaba muy lindo y que había que protegerlo mucho de las malas vistas. Al principio no creí en esas cosas de viejos, cosas del campo. Decía que eran creencias de gente ignorante. Pero siempre terminaba santiguando a mi hijo con una ramita de albahaca.

Cuando la fiebre llegaba de imprevisto, sin ningún otro síntoma asociado, sabíamos que se trataba de un mal de ojo. Entonces comenzábamos a recordar quién había venido a la casa en los últimos días. «¡El mal de ojo sí existe!», nos repetían nuestros mayores. El papá de mi primer hijo y yo nos mirábamos «friendo huevos» pero acordábamos realizar, al pie de la letra, los rituales orientados por abuelas, tías y vecinas.

A Diego muchas veces le daba fiebre un solo día y luego no sentía nada más que indicara un virus o algún malestar. Vivimos con él raros malestares que se quitaban solos de un momento a otro, sin dejar rastros.

Tal vez la idea de que se trataba de un mal de ojo era más tranquilizadora que la de una enfermedad acercándose y el cuerpo luchando contra ella. Entonces, los jóvenes padres seguíamos los consejos espirituales y andábamos medio paranoicos con los ojos de los otros puestos en nuestro niño hermoso y amado.

Nos decían que ese chinito estaba muy lindo y que había que protegerlo mucho de las malas vistas. Al principio no creí en esas cosas de viejos, cosas del campo. Decía que eran creencias de gente ignorante. Pero siempre terminaba santiguando a mi hijo con una ramita de albahaca, como hacía mi abuela Nilda conmigo cuando yo era chiquita.

Íbamos a ver al médico a consultas regulares y la gente nos paraba para decirnos que el niño no podía tener la cabeza descubierta en el hospital, porque le echaban mal de ojo. Nosotros, por precaución, lo envolvíamos como un tamal en un trapo y así andábamos por los pasillos del pediátrico.

También nos alertaban que el niño no podía tener el pechito al aire, porque el mal de ojo le entraba más directo y hasta le podía llegar al corazón y causarle tristeza y ansiedad. Diego siempre estaba desnudo en la casa, pero cuando alguien tocaba la puerta, corríamos a ponerle algo, aunque el calor fuera agobiante. Así andan por ahí muchas fotos del bebé con el pipí afuera y un pulovón puesto. Había que cubrirle el pecho, nada más.

La creencia de la mala vista está plantada en la cultura popular cubana y sigue creciendo a la par de avances científicos y explicaciones a los malestares del cuerpo, la mente y el espíritu. Hay gente que no cree en nada. Otros le achacan todo a las malas vistas. Y están quienes, como los padres de mis hijos y yo, preferimos tener oídos sensibles a todas las creencias.

Los tres somos licenciados, trabajadores, gente práctica y con una cultura general por encima de la media. Sin embargo, también creemos en la sabiduría popular, en la influencia de las energías y en las vivencias de nuestros mayores. 

Según cuentan, el mal de ojo no siempre es intencional. A veces hay una mala energía puesta en algo o en alguien de forma premeditada, pero otras veces se trata de un deseo oculto, o un ansia extraña de tener lo que es de otro, sin que ese sentimiento esté vinculado con la maldad o el deseo de hacer daño.

Algunas personas saben que su vista no es buena y te dicen sin pena alguna: «No te lo celebro porque no tengo buenos ojos». Me ha pasado y al indagar con la persona y decirle que no sea boba, que eso no es así, he escuchado las historias más tragicómicas de sobrinos enfermos, rosales que se han secado en un día, jarrones rotos como movidos por telequinesia, pollos al horno achicharrados, televisores descompuestos y todo tipo de desastres provocados por su inevitable mal de ojo.

Los niños, dicen, son más propensos a recibir las malas vibras. Y yo que no creía en eso, juro que viví situaciones perturbadoras y escalofriantes con mi primer hijo. Por eso traspolé el sincretismo que me caracteriza al terreno del combate contra las malas vistas.

Nos decían que, cuando alguien celebra al niño tuyo, tiene que decir: «Dios lo bendiga», si no lo dice, aunque sea bajito, le puede echar mal de ojo. También hay otra versión, que aprendí de la abuela de Diego que vive en Nuevo Llano, Holguín. Cuando digan que tu niño está lindo, tú tienes que decir: «cuerno pa’ tus ojos». Y con eso el mal de ojo se va.

A veces Diego lloraba desconsolado cuando algunas personas aparecían. Era un bebé que casi nunca lloraba, un niño feliz, pleno y tranquilo. Tratando de irnos por la cuerda científica, investigamos que, en algunos casos, los bebés rechazan sonidos que no son compatibles con su aparato auditivo y no eran las personas las que causaban esa reacción en él, sino sus voces. Pero aún en silencio, al niño le daban ataques de llanto inexplicables.

Después de aquellos episodios, a mí no me quedaba más remedio que agarrar un trapo blanco y sacudir los muebles diciendo: «Yo te corto el susto, el miedo, la angustia, el mal de ojo y cualquier otro mal./ No lo corto con cuchillo ni con hierro ni martillo martillado, porque no puede ser cortado./ Yo te lo corto en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén».

Asimilé unos rituales, reinventé otros e hice innovaciones. Tenía un arsenal de remedios contra el mal de ojo, todos transculturados y pasados por agua. En vez de hacerle una cruz con talco en la espalda a Diego, le hacía el símbolo del Cho-Ku-Rei con cascarilla en la pancita.

Teníamos la oración a San Luis Beltrán en un papelito, escrita a lápiz por la vecina de los bajos que oyó los gritos de Diego un día y solo por el sonido, ella supo que era un mal de ojo. Decían los bisabuelos del campo, en Pinarito de Cambute, que cuando un bebé tiene mal de ojo, se lleva a un ensalmador que reza frente al niño haciendo la señal de la cruz repetidas veces.

Este tratamiento se realiza por tres sesiones seguidas, una por día, diciendo: «Te santiguo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén». Nunca llevé a Diego con nadie, porque no era para tanto, pero yo misma le hacía el trabajo. Como no me sé de memoria ninguna oración, ni siquiera el Padre Nuestro, le hacía la señal de infinito repetidas veces, como un ocho acostado o un buñuelo y recitaba el «Poema XX» de Neruda. 

Cuando íbamos a hacer alguna visita, por si acaso, le ponía una media al derecho y una al revés. Dicen mis tías de Cruce de Los Baños, en Tercer Frente que esa práctica previene muy bien el mal de ojo. Nunca le pusimos alfiler con azabache porque yo le tenía más miedo a un pinchazo que al mal de ojo. 

Cuando llegó Oliver ya Diego estaba grande y fuerte y no le entraba el mal de ojo ni por el frente ni por la espalda. Entre las ventajas de haber nacido en pandemia está que tu niño se libra del mal de ojo, porque las malas vistas no pueden llegar a tu casa y con el nasobuco de por medio no se puede hacer el daño.

Tampoco se han reportado hasta el momento casos de mal de ojo virtual o a distancia. De todas formas, yo, por si acaso, santiguo de vez en cuando a mis muchachos. No usamos con Oliver la típica tirita roja, pero sí un hilo mágico multicolor bendecido por un discípulo, de un discípulo, de un discípulo del dalái lama.

Isabel Cristina

Mamá de dos hijos varones. Teatróloga. Escritora. Máster en Pedagogía del Teatro. Profesora de la Universidad de las Artes (ISA).

Esta entrada tiene un comentario

  1. Esteban Insausti

    Hermoso!

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