El Rolo vive en el campo, del campo y para el campo. Es un tipo rudo que desarma gomas de camiones con una mandarria gigante y que un día se sacó un diente con una pinza porque no le gusta ir al médico.
Habla muy alto porque se ha quedado medio sordo por el ruido del tractor y come cosas dulces para quitarse los deseos de fumar. Va dejando un trillo de azúcar prieta desde la cocina hasta donde esté como para que siempre podamos encontrarlo.
Tuvo una vez un celular y se deshizo de él porque se asustaba con el timbre y hasta hace muy poco, cuando escuchaba decir que yo me pasaba «el día entero en Facebook», pensaba que se referían a algún restaurante o cafetería.
Al Rolo jamás le he tenido que pedir que se quite su traje machista cuando vienen a casa a visitarme mis amigos de orientaciones sexuales diversas; él lo hace espontáneamente, se lo dicta su alma generosa que supera con creces sus prejuicios y falta de conocimiento acerca del tema.
Una que otra vez le he hablado de diversidad sexual y de género y se ha quedado escuchando atento con la misma capacidad de asombro de un niño y me ha dicho: «Mira tú, cómo hay cosas en el mundo».
Al Rolo lo único que le gusta más que oír esas rancheras donde los gallos le dan dinero y las mujeres se lo quitan, mientras se da unos buches con sus amigos, es hablar de mí, decir que soy su hija, con un brillo especial en los ojos.
Sin embargo, no fue su esperma el que fecundó el óvulo de mi madre para que yo naciera. No la ayudó a escoger mi nombre, ni estuvo cuando me salió el primer diente, ni mi dedo minúsculo apuntó hacia él cuando aprendí a decir «papá», ni aparece en las fotos del año, ni del primer día en la escuela.
Él llegó mucho después a mi vida, pero con un torbellino de amor que cubrió los años de ausencia, y perdura hasta hoy. Estuvo para apoyarme en mis crisis de la adolescencia, para llevarse un susto de muerte cuando menstrué por primera vez y pensó que algo terrible me pasaba, para criarme el puerco de la celebración de los 15, para los días de visita en la secundaria y el pre, para juntar con mi madre el dinerito mensual que me enviaban a la Universidad, para hacerle las pruebas de aptitud a los novios aspirantes y para ponerlos en su lugar si se salían del tiesto.
Cada Día de los Padres le regalo camisas, gorras, cintos, zapatos y perfumes que no usa casi nunca. Prefiere pasarse las jornadas con su ropa y sus botas de faena. Mi sonrisa en las mañanas, que lo ayude a sacar las cuentas de las cosechas familiares y oírme hablando de deportes cada tarde cuando se sienta frente a la televisión para coger un diez antes de bañarse, eso sí que no le puede faltar.
Nunca le he dicho «papá», aunque lo es. Supongo que sea porque esa palabra aprendí a decirla hace muchos años cuando la inocencia me hizo asociarla con desamparo, con alguien que se va… Y yo lo que quiero es que él se quede para siempre, iluminándome la vida, como hasta hoy.
Postdata: El de la foto no es Rolo porque él solo se las tira en ocasiones muy especiales; por ejemplo, cuando se hace el carné 😀.