Hace algunas semanas estalló en España un llamativo debate semántico-político que movilizó a la prensa local, a las redes sociales con sus algoritmos y a algunos actores políticos de derecha y extrema derecha que reaccionaron iracundos o sardónicos.
La chispa la provocó la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, líder del partido de izquierda Unidas Podemos en la coalición de Gobierno. Lo que dijo fue: «Me gustaría que abandonásemos, quizá, la carga pesada del concepto “patria” para trabajar sobre el concepto “matria”.»
«La “matria” —prosiguió— es algo que cuida, que trata por igual a todas las partes, que no discrimina (…). Es hablar de sociedad de convivencia no en términos identitarios sino en términos de matria, de acogimiento, de cuidarnos, de respetarnos».
El aluvión de comentarios y críticas por el uso del neologismo matria —que, por cierto, escogimos y llevamos con orgullo y plena consciencia en este servicio de comunicación— no demoró en un contexto tan patriarcal (y patriotero) como el de la política y, en general, la esfera pública española. Contexto con el que, también hay que reconocer, compartimos en Cuba un esencial ADN, velado por tantos años de distanciamiento ideológico.
A la riposta, días después, la también ministra de Trabajo y Economía Social española volvió sobre los micrófonos para recordar que «hablar de matria es hablar de un proyecto de país, (…) de un proyecto que trate de manera igual a las que somos desiguales y tienda la mano a un país que puede ser fraterno, que es maravilloso y que no tiene que ser resuelto desde una mirada masculina ni conflictiva».
Todo esto viene a cuento porque solo unos días antes en Cuba, tras las protestas del 11 de julio, los enfoques tradicionales de la patria y las promesas de la matria se enfrentaron, diría que dramáticamente. Quedamos con nuevas heridas, pocas esperanzas y grandes preguntas sobre nuestro futuro como colectividad.
Cuba es sobre todo un anhelo. La conciencia de mismidad, esa identidad singular, irrepetible —ni mejor ni peor; no se confunda con chovinismo—, que nos hace sentirnos semejantes entre nosotros culturalmente hablando, y distintos de los otros; ese sentimiento que nos hace radicalmente distintos de quienes desde las metrópolis han querido anexarnos o «protegernos» o tutelarnos es un motivador principal de ese anhelo, pero no es el único.
Lo ha sido desde mucho antes del siglo XIX, mientras en la poesía, en las aulas, en ciertos círculos sacarócratas y en los barracones se gestaba una nacionalidad que no tuvo patria hasta que no conquistó su soberanía sobre el territorio insular en el siglo XX y que luego, en constante conflictividad, ha debido ser defendida. Una vez resuelto en parte este escollo, el anhelo mayor que significa Cuba deberá ser conseguido en la convivencia.
¿Cómo lograr entre nosotros bienestar, paz, igualdad, justicia y libertad con todos y para el bien de todos? ¿Cómo asegurar un legado enriquecedor para esos hijos nuestros que hoy nos miran con más incertidumbre y hartazgo que nunca, mientras evalúan nuestros rituales y nuestras palabras?
El socialismo de Estado convertido en un gólem extraviado, incapaz de garantizar hoy a los cubanos esas potencialidades que todo pueblo cree merecer y merece, no ha podido lidiar eficazmente con la hostilidad externa, multidimensional, cuyo epítome es el bloqueo de Estados Unidos contra Cuba, aunque no sea su única expresión.
El bloqueo es la política preferida del Gobierno que nos agrede, sea republicano o demócrata, y es también una variable incontrolable que no puede usarse más como justificación para el mantenimiento del estado actual de cosas.
¿Qué queda sino tomar decisiones, asumir riesgos? ¿Qué queda sino encarar, con la totalidad de los elementos que componen la nación y nuestras propias fuerzas, sin más aliados que ellas mismas y de forma creativa, la obligación de hacer cada vez más irrelevante la actitud sancionadora de Washington?
Nuestra historia reciente ratifica que, aun dedicando toneladas de encomiable voluntad o de caprichoso voluntarismo, no es posible redistribuir una riqueza que no se crea antes.
Tenemos en Cuba un grave problema de oferta que no se resuelve ni con todas las donaciones de todos los amigos solidarios del mundo, sino produciendo, en condiciones de libertad para poder hacerlo. Si alguien necesita una evidencia más que elocuente de las paradojas cubanas, aquí la tiene: en las actuales condiciones la sociedad es capaz de parir cinco vacunas, pero se demuestra tercamente inepta para eliminar o reducir las largas colas que hay que hacer, en las que la COVID-19 se ceba.
Durante las últimas décadas, mientras fueron retrasadas las reformas económicas que el pueblo cubano consensuó y esperó con paciencia desde el balcón de sus días, esos que no van a regresar para ninguno de nosotros —el tiempo es un factor clave de la política—, la vida material se deterioró hasta llegar a niveles que alejan hoy la posibilidad de conseguir ese anhelo de convivencia del que venimos hablando. He ahí el 11J.
Padecemos, aunque se hable muy poco de ello por pudor o por desvergüenza, la triste circunstancia de que al menos un 25 % de la población vive en condiciones de pobreza, a pesar de todas las amortiguaciones que la convierten en «pobreza asistida». Ese es el mayor desastre político de Cuba hoy, que se combina con autoritarismos de diversas escalas.
Millones de personas padecen dificultades para la reproducción de su vida cotidiana, sin que la sociedad brinde apenas soluciones de movilidad social. Carencias que provocan en multitudes el deseo de emigrar y, cada vez más, el de protestar, en las redes sociales y en las calles.
No hay milagros posibles ni soluciones express cuando se mantienen unas fuertes ataduras de la economía cubana a un sistema estatalista centralizado que limita derechos, aplana las iniciativas, constriñe la imaginación, la co responsabilidad, que no suele rendir cuentas, que debilita el incentivo por el trabajo y termina prohijando la corrupción, creciente y celular.
La agresividad que acecha —y que con tristeza hemos visto multiplicarse tras el 11J en los labios, las mentes y los corazones de algunos cubanos que la desean, para asegurar con la intervención de Estados Unidos y a cualquier costo el hundimiento del Gobierno cubano— es el contexto realmente existente. No es posible cerrar los ojos ni mirar para otro lado. El propósito de re neocolonización de Cuba goza de mejor salud que nunca, en la medida en que se ha vuelto atractivo también para algunos cubanos, no pocos, dentro y fuera del país.
La sociedad cubana, no solo el Gobierno sino la integralidad de lo que somos —no solo dentro de la Isla, sino también más allá—, requiere volver a proyectarse en el objetivo de encarar esa maldita hostilidad y superarla. En Cuba hemos confundido la resistencia con la victoria. Resistir no siempre es vencer: el ejemplo emocional de Numancia acota y agota nuestras posibilidades. Pero hay más horizontes.
La costumbre de atrincherarnos en lo político, lo económico y lo ideológico nos ha dejado lastrados. No solo es injusto, sino también absurdo intentar reducir las disidencias, consustanciales, con métodos violentos —desde los asesinatos de reputación hasta las vigilancias, custodias o encarcelamientos. Se logra disciplinar mediante el miedo en lo inmediato, pero la utilización de este enfoque reduce la posibilidad ulterior de regenerar confianza y consensos. Roturas que podrían ser insalvables.
Si el patrividismo al uso contiene alguna lasca de utilidad en el largo plazo, y a pesar de los evidentes oportunismos políticos demostrados en sus galanteos con Washington, es la de promover en nuestras mentes la superación de la disyuntiva entre la patria (como soberanía e identidad conseguidas) y la muerte/vida. No porque la apuesta por la vida signifique el abandono de la patria, sino porque debería impulsarnos a la reconstrucción de la matria. Tenemos que (con)vivir.
Retomo de la ministra española esa idea de sociedad de convivencia para pensar el anhelo cubano, el anhelo constitutivo que nos hace ser.
Cuba no será si no es democrática; y tampoco será socialista. La democracia debe entenderse como un campo de pugnas por hacer que predominen la generosidad, la solidaridad y el compromiso con los más débiles, el reparto justo de promesas de futuro y la libertad entre iguales, con unas reglas del juego justas y claras para todos.
Defendamos la matria que suma, no descarta; la matria que cuida, no agrede; la matria que dialoga, no oprime; la matria que comprende, no se fanatiza; porque, otra vez sea dicho, la matria es ara y no pedestal.