Lo mejor que tiene ser padres es que uno va aprendiendo junto con los hijos. Y ese aprendizaje significa muchas cosas. Tiene que ver, en primera instancia, con la máxima griega: «conócete a ti mismo». En ese camino de acompañamiento, crecimiento conjunto y autoconocimiento, uno pierde las corazas, rectifica, derriba las verdades absolutas, cree más que nunca en lo que está vivo y cambia. Cuando Oliver tenía siete meses escribí un texto sobre el sueño en el que describía las formas en que el pequeño dormía. En aquella ocasión, dediqué una parte a reflexionar sobre el colecho como práctica controvertida, pero cada vez más asumida por padres que se afilian a esa corriente que han llamado «crianza con apego». Cito íntegramente ese fragmento:
«Desde el embarazo recibimos los consejos y los relatos de experiencias de colecho en la familia. Hemos leído y analizado las ventajas y desventajas de esa práctica asumida por los padres más «modernos». Para nosotros es importante que el bebé tenga su espacio. Para nosotros es importante mantener nuestra cama, mantener como propio ese espacio simbólico que nos identifica en nuestra intimidad.
La dinámica cotidiana nos deja con muy pocos espacios para la intimidad, entendida no solo desde el punto de vista sexual. Por eso la cama se convierte en un sitio de privacidad indispensable en nuestra vida. En la cama están nuestras conversaciones en susurros sobre temas serios, las discusiones sigilosas sobre el trabajo, los cuchicheos, las boberías, los sueños, las pesadillas, los disgustos, las disculpas, los reclamos, los planes para el futuro y todas aquellas cosas grandes y pequeñas que nos definen como compañeros de vida con independencia del bebé.»
Hoy, a seis meses de haber escrito el texto, estamos asumiendo el colecho como una de las experiencias más hermosas de nuestra ma-paternidad. Esta práctica, a pesar de ser tan debatida en la cultura occidental, tanto por las familias como por la comunidad científica, es promocionada por las principales organizaciones de la salud como la OMS y la UNICEF, que recomiendan y promueven sus beneficios.
Se puede leer en numerosos textos que el colecho seguro ayuda a la regulación de la temperatura del bebé, a la ganancia de peso y a prevenir el Síndrome de Muerte Súbita del Lactante. Además les ofrece a los bebés mayor seguridad y confort, ayuda al descanso de los padres y favorece una lactancia prolongada durante las noches.
Si bien nos resistimos en un inicio, incluso después de investigar y estudiar sobre sus beneficios, tuvimos que comenzar a colechar por necesidad. Yo siempre fui una detractora del colecho y llegamos a un consenso en ese rechazo. No nos gustaba esa práctica y lo haríamos de la forma más tradicional. Nosotros en cama y bebé en cuna.
En un principio nos vimos obligados a dormir con Oliver porque a los diez meses comenzó a caminar y, buscando más espacio, nos mudamos de cuarto. Nos demoramos un montón de días en acomodar todos nuestros trastes.
En medio de un gran caos y la imposibilidad de armar la cuna en el nuevo espacio, pasamos una semana en la misma cama. Durante los primeros días dormimos mal pues, aunque ya estábamos acostumbrados a colechar en la última hora de sueño del bebé, nunca lo habíamos hecho la noche entera. Después de siete días compartiendo la cama, intentamos dejar a nuestro hijo en su cuna nuevamente. Fue imposible.
Oliver tiene trece meses y desde los diez estamos practicando el colecho. En su cuna se despertaba hasta siete veces en una noche, a veces cada 45 minutos. Su despertar era sólo para pedir la teta y luego de unos minutos con él cargado volvía a la cuna.
A medida que Oliver iba creciendo se despertaba más veces en la noche, contrario a lo que, generalmente, describen los manuales. Ansiedad por la madre, apego por la teta, hambre, mosquitos, frío, calor… podían ser muchas las variables que suscitaban esos despertares constantes.
Cambiamos nuestra camita personal de amor adolescente por una cama camera. Una cama para los tres. Desde que Oliver duerme entre sus padres, no se despierta hasta que la claridad del sol le hace abrir los ojitos. No pasa frío, ni calor.
Antes el de pie era a las cinco y pico o seis de la mañana, ahora cuando tenemos que despertar temprano hay que poner la alarma, porque si nos llevamos por el bebé, bien pudiéramos dormir la mañana.
Él siempre se despierta primero que nosotros y se queda tranquilito, entre la teta de mamá y la barba de papá. Hace contorsiones en la cama, como cuando dormía solo en su cuna, pero ahora las filigranas sobre el colchón se ven más bonitas. Las dos siestas que hace en el día también las duerme en la cama grande y aunque ahí si se queda solito, ese espacio de amor compartido le hace sentir seguro y libre a la vez.
Sus siestas son más largas y profundas. Ya aprendió a subir y a bajar de la cama, y sabe que no se puede tirar de cabeza, ni caminar sobre el colchón, porque se parte una clavícula o un diente y yo me pongo muy nerviosa.
A veces estamos los tres amaneciendo, amándonos, riéndonos y sentimos algo tibio y suave que nos abraza. Ya no nos sorprendemos. Es el pipi que se desbordó del culero, porque casi una noche entera pegado a la teta tiene que tener sus consecuencias líquidas. La única inversión del colecho ha sido un forro para proteger el colchón. Lo demás, en nuestro caso, han sido sólo beneficios para nosotros y para el bebé.
Yo duermo más y mejor. Tranquila y feliz de sentir que está a mi lado respirando plácidamente. Su papá ya no concibe la vida sin que el niño duerma a su lado. Mi mamá está encantada porque no soportaba la idea de que yo tuviera que levantarme tantas veces en la noche y nos estuvo diciendo durante meses cada día: «¡Muchachos, acuesten al niño con ustedes!».
Diego está ansioso esperando a que su hermano tenga un año y medio para que pueda dormir con él. El abuelo paterno de Oliver intentó inculcarnos el concepto del colecho desde que el bebé era un frijolito. Nos habló del colecho seguro, de las ventajas inmediatas y para el futuro del bebé.
Pero somos duros. Somos necios. Y cada quién cría a sus hijos como le sale del instinto. Nosotros disfrutábamos dormir apretaditos y solos en nuestro pequeño lecho, pero ahora queremos una cama más grande que la de Shaquille O’Neal, donde quepan bien los sueños nuestros y los inocentes sueños de él.
Los susurros, conversaciones, masajes, planes, lunas y mieles siguen siendo parte de nuestra vida íntima. Ahora recontextualizados de la cama al piso. Y con ese cambio de espacio vamos inventando nuevas formas de amarnos en sigilo, ya no como los adolescentes que exploran sus cuerpos en una camita personal, sino como los niños que juegan a las cosquillas debajo de las camas.