El Código de las Familias es un aldabonazo para la sociedad cubana. Ahora, cuando la etapa de consulta popular estaría acercándose a su fin, es tiempo de tomar notas sobre los aprendizajes que va dejando este proceso desde febrero pasado. El debate nos ha permitido, en esencia, mirar más de cerca la interrelación con las diversas identidades que conviven al interior de nuestras familias, la calidad de estas y sus potenciales transformaciones.
Ha sido un tiempo de mirar y reconocer la diversidad que somos; tiempo de forcejear con barreras y tabúes, de hablar de manera más abierta. La diversidad es un hecho que ha salido a la luz pública con más fuerza desde que empezamos a debatir sobre quiénes sí, quiénes no, y por qué. Es una diversidad cuya aceptación es difusa y compleja, pero no hay modo de que vuelva al ostracismo en el que estuvo durante mucho tiempo. Es una ganancia rotunda del Código, aún sin aprobarse.
El proceso nos ha permitido, además, notar que somos una sociedad más conservadora de lo que podíamos creer o admitir. El conservadurismo, que extrema sus moldes en manifiestos fundamentalistas de matriz religiosa, no existe solo en ese ámbito. La tradición sin crítica, las costumbres sin mucho miramiento, los “porque es así” sin más razón, aparecen a la hora de valorar, enjuiciar y tomar posición respecto a los más variados asuntos que esta norma pone a debate (muchos asuntos, por cierto).
Otro dato que merece toda la atención es la emergencia de posturas de odio, ese recurso extremo de quienes no toleran la diferencia. Lo que somos como nación en general, y como familias en particular, parece no estar suficientemente metabolizado en las conductas ciudadanas ni la cultura política que, en última instancia, la nación y la familia entrañan.
Tampoco las maneras de hacer política podrán seguir siendo las mismas: una política de pocas voces, y de otras que se escuchan en pocos lugares.
Se abre paso, aún de manera insuficiente, la pluralidad de voces y de lugares sociales desde los que pueden ser esgrimidas y escuchadas. Quizá con cierto desorden, sin espacios estables de diálogo y consensos, con zonas de polaridad más que de pluralidad, pero ha empezado el cambio.
El derecho revisado entre todas y todos, los derechos reconocidos en el otro y la otra, las normas que nacen de nuestra elaboración y el orden socialmente pactado que augura mejor convivencia, son un ensayo loable en el proceso de estudio y aprobación del Código de las Familias. ¿Podría esta experiencia marcar un punto de no retorno? Está por verse. Lo cierto es que, más allá del tema mismo, de los espacios en los que discurre, de las diferencias y tensiones que genera, poner sobre la mesa que la ley, consensuada, discutida, traída y llevada, ha de ser un método político para una amplia agenda, es algo a tener en cuenta. Nos debe importar que este método llegue para quedarse. Nos debe importar como comunidades, gremios, territorios, clases y, más que todo, como nación.
El Código de las Familias nos demuestra que los afectos son también un asunto de la política; que la sociedad debe establecer los órdenes y los principios, las estructuras y las protecciones debidas para que los afectos maticen, enriquezcan y potencien nuestras relaciones sociales. Son los afectos el estímulo para una relación de poder compartido al interior de las familias; son contenido de la democracia que, ensayada en la casa, pueda derramarse al resto de la sociedad y nos lleve por caminos más promisorios.
Entender la relación entre diversidad y ser sujetos de derecho es otro aporte tremendo de este proceso. No basta con admitir las diversas identidades existentes, se debe asumir su reconocimiento legal y dotarlas de la debida protección.
Proteger, en buena ley, parte de capacitar a las personas desde el reconocimiento activo de sus derechos, en el alimento de su autoestima y la aceptación de la diferencia que se concreta en el respeto al derecho ajeno que no lacera el propio.
La nueva ley revela dónde, cómo y entre quiénes se establecen las relaciones de poder en la familia. Alerta sobre las históricas desigualdades en la distribución de tareas y en la generación de ingresos y el acceso a estos. Propone modelos más inclusivos, justos, cooperativos, dialógicos; en los que el derecho reconocido permita la comunicación afectuosa, cuya condición es tener voz con derecho a ser escuchada. Es una ley que invita a la autoridad sin autoritarismo, a la responsabilidad sin posesión, a los límites sin violencia, a los derechos por afecto y cuidados y no por mera condición biológica.
Son muchas las maneras en que podemos educarnos como ciudadanas y ciudadanos. Conocer, debatir, ser interpelados e interpeladas frente a nuestros propios prejuicios, a nuestras comprensiones sesgadas, frente a la comprensión sobre nuestras cotidianas conductas violatorias del derecho ajeno, es un paso importantísimo.
Educar es mostrar nuestros límites para la convivencia familiar y develar caminos para transformarlos. Es proponer valores que dignifiquen, que agreguen, que integren. Educar es asumir, desde esos valores, otro sentido para esa relación política, humana, afectiva que entrañan las familias. Es reconocer que la ley es derecho y deber y que solo un uso más activo de ella, en su elaboración y control, nos permite mayor plenitud como ciudadanas y ciudadanos.
Nos queda por delante el referéndum. Iremos a las urnas a tomarnos una foto de la sociedad que somos, en el momento en que estamos, y ajustar las agendas que llevamos para el camino. El Código de las Familias es un espejo enorme que nos mira de frente. No perdamos la oportunidad de vernos mejor en él.