Uno de los mayores dilemas de la mapaternidad es la introducción de los alimentos; uno de los momentos más hermosos y esperados. Sin embargo, en algunas familias, la primera comida del bebé genera conflictos; en otras, se acuerda una única manera de hacerlo y todos quedan conformes.
Con mis dos hijos, con casi una década de distancia en el medio, he asumido dos maneras distintas de presentarles el viaje infinito que es la comida. Aunque no me apegué al dedillo a ninguna metodología, con mi primer hijo predominó el método tradicional, de compotas y purés. Con mi segundo hijo intentamos guiarnos el Baby-Led Weaning o BLW, método relativamente joven, cada vez más asumido por padres de todo el mundo, que sugiere comenzar la alimentación directamente con sólidos, entre otros postulados ético-dietéticos.
He lidiado con ventajas y desventajas. Me haría falta otro hijo para sintetizar ambas maneras y, desde mi experiencia y la observación cotidiana del bebé, tomar las decisiones adecuadas.
A pesar de las diferencias, hubo patrones comunes; por ejemplo, lactancia exclusiva hasta los 6 meses. Ninguno tomó agua durante ese tiempo; ni leche artificial en el período de lactancia. El primero fue de dos años, y el segundo va por dos años y cuatro meses, sin leches ni yogures; más allá del discreto placer de comerse un pancito mojaíto en café con leche por las mañanas, de Pascuas a San Juan.
Otra característica común es que no usaron biberón ni tetes. Tomaron los líquidos en vasos, como “los niños grandes”, y para ambos la comida ha sido diversión, juego, embarrazón, alegría de vivir. No fueron obligados a comer. Como los dos eran gordos, grandes y llenos de roscas, tuve la seguridad de decir frente al plato intacto: “Por un día que no coma, no le va a pasar nada”.
Mi experiencia por la vía tradicional de empezar con puré de malanga y jugo de fruta bomba, tuvo más pros que contras. Lo bueno era que mi primer hijo se comía pozuelos llenos de puré. Fuimos introduciendo los alimentos según los consejos de un médico amigo. A los diez meses, Diego había probado todo a lo que tuvimos acceso. Comió huevo, pollo, carne de res de vez en cuando, hígado, pescado, legumbres, frutas y vegetales de temporada.
Comía mucho, todo batido. No solo tenía que pasar la comida por la batidora, también había que colarla para que no quedara ni rastro de sólido. La facilidad de darle la comida en breve tiempo y verlo feliz y satisfecho se volvía pesadilla si se iba la corriente o se rompía la batidora. Si el bebé encontraba un granito de arroz sin batir en su plato, hacía arqueadas y vomitaba lo que había comido.
Pasados sus 2 años, mi primer hijo todavía comía casi todo batido. Si hacíamos arroz, chícharo y picadillo con ensalada de tomates, había que meter todo en la batidora. Aunque a los adultos nos pareciera asqueroso el resultado, el niño se lo comía con la mayor satisfacción. Un día, no recuerdo cómo, comenzó a comer “normal”, como la mayoría de las personas a su alrededor.
Con mi segundo hijo han sido otras las influencias. Desde los primeros meses de embarazo, el papá y yo estudiamos los fundamentos del BLW. Se le conoce como alimentación complementaria autorregulada o a demanda. Consiste, a grandes rasgos, en una manera de incorporar los sólidos sin pasar por las clásicas papillas. El niño se alimenta por sí mismo, agarrando los alimentos y disfrutando formas, colores y texturas. Se plantea que el adulto no embuta de comida al niño, sino que él decida qué y cuánto comer de lo que se le ofrece.
Primero leímos en Internet los resúmenes de los fanáticos y las narraciones de los que han asumido el método con éxito en diferentes partes del mundo. Luego pasamos a las conferencias de Carlos González, un pediatra español tan amado como odiado, cuyos planteamientos solían parecernos acertados. Después leímos el libro Mi niño ya come solo, escrito por la enfermera, especialista en pediatría y madre de tres hijos Gill Rapley y por la escritora, periodista y mamá Tracey Murkett, ambas del Reino Unido. En el libro está la génesis del sistema, desarrollado por ellas a partir de sus experiencias y de los testimonios de otras familias.
Intentamos seguir las pautas del BLW. Sería más cómodo, más divertido y más natural. Nuestro bebé aprendería sobre los alimentos, comería con mayor seguridad en sí mismo y en la comida, controlaría su apetito, tendría mejor salud a largo plazo, experimentaría con las texturas y los colores y tendría una actitud positiva ante la comida. Comería solo y se sentaría a la mesa familiar. ¡Todo sería maravilloso!
Lo bueno del BLW, según nuestro trayecto de casi dos años de alimentación complementaria, ha sido que el niño es, en la comida, como en el resto de la vida: hace casi todo lo que le da la gana. Nuestra mapaternidad tendrá defectos, pero somos coherentes. Otra buena noticia es que hemos ahorrado cientos de pesos en corriente, porque nunca batimos nada para él. Y, por último, los domingos lo hemos tenido sentado a la mesa junto al resto de la familia.
Sin embargo, lo “complicado” de nuestro proceso —dígase lo negativo, lo malo, lo fula— ha superado los aspectos positivos. El BLW, con todas sus ventajas, sus nociones de respeto y su visión moderna, no ha sido del todo bueno para nosotros.
Al principio, le ofrecíamos a Oliver los alimentos sólidos y también líquidos, incluidos sopas, purés y jugos. Nos parecía arbitrario eliminar de su dieta todo lo licuado. Los primeros dos meses de alimentación complementaria fueron viento en popa, Oliver a todo le metía el diente —literalmente, porque a los 6 meses tenía sus ocho incisivos. Entre los 6 y los 7 meses el niño comió solo y asistido. Comió trozos de frutas y vegetales, pedazos de carne y papillas exquisitas hechas por su abuela. Habíamos asumido un BLW transculturado que intentaba incluir ambos métodos de introducción de alimentos conocidos por nosotros, uno tradicional y otro alternativo.
A los 8 meses, el bebé se decidió por los sólidos y eliminó, por su voluntad, los líquidos y hasta los pastosos. Hasta hoy, Oliver rara vez toma jugo o sopa. Decidió comer en pelotas.
Comenzó entonces la odisea de las tortas. Inventábamos tortas de arroz, hamburguesas de vegetales… Llevamos todo tipo de alimento a esa forma. Si quedaba flojo, o deforme, o grasiento, o seco, el bebé lo rechazaba. Aceptaba solo cosas duras y crujientes que pudiera agarrar bien. Había que vivir en la cocina inventando.
Además, si repetíamos ingredientes y forma dos días seguidos, no le gustaba. Y como le habíamos dado la libertad de decidir, el niño no comía, y ya. Lo único que asimilaba sin que fuera una croqueta o un bodoque, eran los espaguetis, los frijoles y el pepino.
Por mucho que nos esforzamos para proponerle coloridos platos, él iba decantando sin mayor explicación. A veces solo se comía unos cuantos granos de frijol, de uno en uno y, con mucho trabajo, alguna otra cosita. Otras, se comía dos platos de frijoles con pollo hervido y arroz en pelotas.
Así íbamos, sin rumbo, confiando en su instinto y su conexión mente-barriga. No estábamos muy contentos; pero Oliver siempre estuvo por encima de los dichosos percentiles. “¡Suerte la teta!”, decíamos siempre, porque si es por nuestro BLW mal llevado el niño sería un fleje. Gracias a la teta no estábamos muy estresados si a veces no comía. Pero no estábamos contentos. No nos estaba saliendo bien. Cuando Oliver cumplió 2 años, nos fuimos al berro, como es nuestro estilo, y comenzamos una nueva etapa, fuera de los manuales.
Tanto intentamos ser padres modernos, ser respetuosos y adelantados en la introducción de los alimentos, que terminamos concentrando las aberraciones del proceso. Hemos incurrido en todos los errores e infringido todas las leyes. Podríamos hacer un manual de malas prácticas. Hemos mezclado salado con dulce. Le hemos dado comidas muy sanas, sin grasa y también fritangas de la calle. Le ponemos muñequitos para las comidas, aun sabiendo que es un horror y los antipantallas nos quemarían vivos.
Lo primero fue regalar la sillita de comer. Al principio fue una gran aliada, pero en los últimos meses estaba siendo una prisión para Oliver. Un niño que duerme en nuestra cama, que no usó corral, ni cargador, ni coche, ni ningún otro dispositivo de contención, no podía ser feliz en una silla alta de la que no conseguía bajarse por sí solo. Oliver juega mientras come, corre por toda la casa, regresa a la sala, se ríe con un pedazo de película y sigue saltando y trepando; mientras, su padre le mete la comida en la boca y le da algún trozo en la mano que el niño se comerá cuando quiera. Comer, como casi todas las actividades diarias, es con su papá. Cuando estamos solos porque su padre trabaja, el niño hace huelga de hambre y no comerá hasta que su persona favorita aparezca.
Cualquier madre o padre que mire por un huequito nuestra hora de comida, pensará que somos un desastre. Sin embargo, nuestro hijo nunca había comido mejor. Para nosotros ha sido más cómoda esta forma; así, en modo relajo, ha afianzado sus gustos. Le encanta el pollo hervido, el picadillo, el arroz, los frijoles, los espaguetis, el pepino y el huevo. Aunque no siempre tengamos huevos, por suerte los pepinos son baratos y están ahí todo el año. No le gusta el queso, pero le encanta la pizza. Le gustan el maíz, el pescado, los caramelos picantes, el chocolate, el pan tostado y el platanito.
Hoy día nuestro niño come bien; aun así, para la abuela y el resto de la familia, con excepción de sus padres, se ha quedado con el estigma de que “no come nada”. Oliver no desayuna, porque pasa la noche chupando teta; tampoco merienda, salvo que haya algo rico, como trigo, chocolate, pepino o platanito.
Creíamos que Oliver sería más inteligente si nos acogíamos al BLW, que sería más seguro y más adelantado. Mi primer hijo, criado con purés, dio mucha menos lucha para comer. Con sus 11 años es un niño bastante común, prefiere las papas fritas a los vegetales y los macarrones al arroz con pollo. Come de todo y en casa ajena mucho mejor. La papilla que comió no le impidió ser un niño talentoso e independiente, líder entre sus amigos. Y le encanta la cocina.
Hay un planteamiento de Carlos González en defensa del BLW que dice más o menos así: “El niño que pueda llevarse por sí mismo un guisante a la boca, estará mejor alimentado que aquel que se come un plato lleno de puré de la mano de sus padres”. Aunque nuestro barco encalló en las finísimas arenas del BLW, nos reconfortaba hacernos la idea de que Oliver estaría bien alimentado aún con un frijol. La mapaternidad es un viaje de prueba y error. Cuando leímos las experiencias publicadas sobre el método, la mayoría eran de éxito; salvo los discursos de detractores acérrimos. A pesar del naufragio, gracias a nuestro manual de malas prácticas y a la teta, Oliver tiene la barriga llena y el corazón contento.