Un día de enero, mi hijo llegó de la escuela un poco contrariado porque unos tales Reyes Magos no le habían regalado nada y a sus amiguitos sí. Yo le conté que los Reyes Magos no existían, o al menos no en la forma en que sus amiguitos creían. Le dije que son parte de la tradición cristiana, que se mencionan en la Biblia en el Evangelio de Mateo, que llegaron a Belén con oro, incienso y mirra como regalos para el niño Jesús en su nacimiento y que en la Edad Media les pusieron nombres: Melchor, Gaspar y Baltasar.
Le conté además que esa fecha, como otras, se usan para que la gente compre regalos. Le dije que esa regaladera era una estrategia del mercado para fomentar el consumismo. Que los regalos los ponían los padres debajo de la cama haciéndose pasar por los Reyes Magos y que de ahí venía la frase amenazante de los adultos cuando los niños no quieren hacer caso: «¡Eso mismo te traerán los reyes!».
Al día siguiente, Diego entró al aula de 1ro B con la orientación, un tanto autoritaria, de no contar nada sobre los falsos magos a sus amiguitos. Él entendió que cada cual tiene sus creencias y hay que aceptarlas y respetarlas.
El timbre sonó a las 4 y 20. Cuando me acerqué a la puerta varios niños corrieron como locos hasta donde estaba, me halaron la saya con insistencia y me dijeron casi a gritos, con una tremenda emoción: «¡Mamá de Diego, mamá de Diego! ¿Es verdad que los Reyes Magos no existen?».
Los niños encontraron más emocionante la versión de que los regalos fueran colocados por los padres, subrepticiamente, la noche del 5 de enero. Una madre, a quien su niño le fue con el cuento, me dijo molestísima que estaba muy mal «matarles la fantasía a los niños».
Si me guío por esa madre, yo soy una sicaria de la fantasía. Pero cada quien decide cómo entender y cómo incentivar la imaginación y el sentido lúdico de sus niños. Una de las peleas más grandes entre mi hijo y yo fue porque le pinté unos niños azules en un libro de colorear. Él tendría 6 años. Ese día se puso muy bravo, dijo que los niños no podían ser azules. Por ahí andan todavía nuestros niños azules y verdes y rojos y niños arcoíris y niños incoloros.
Mi hijo siempre supo que no existían los hombres del saco ni las brujas ni los fantasmas. Pero jugábamos a asustarnos con una sábana en la cabeza y le hacía los cuentos que me hacía mi abuela de las brujas del campo que se chupaban a los niños por el ombligo. Le he contado los mitos griegos y el Cantar de los Nibelungos, hemos visto Vampiros en La Habana y hemos jugado «Plantas contra zombis».
Le he contado las leyendas de la Gritona del Seborucal; le he hablado de los muertos vivientes de Patana Abajo en Maisí; nos hemos reído del terror que le tenía yo cuando chiquita a la Niña de la Pelotica de Yaqui y a la Luz de Yara, que si la mirabas fijo en el espejo te morías en ese mismo instante. Hemos leído sobre las Madres de Agua y sobre el Cagüeiro y sobre los güijes.
Yo no sé si los niños que creen en los Reyes Magos sabrán de dónde sale esa tradición. No sé si las madres que ponen regalos bajo la cama le habrán puesto también a sus hijos las películas de Hayao Miyazaki para avivarles más la fantasía.
Creo que la fantasía no viene envuelta en celofán, tampoco depende de fechas. Sus formas mutan con las culturas y las tradiciones, con las épocas y los espacios. Pero la fantasía infantil está siempre ahí y se manifiesta de muy diversas formas. El papá de mi hijo Diego jugaba con botones, con ellos hacía ejércitos y reinos.
Yo jugaba con tapas de pomos y bolígrafos sin tinta. Mi mamá jugaba con palos y piedras en la Sierra Maestra y mi abuela jugaba con los rollos de estambre de mi bisabuela. Diego juega con sofisticadas piezas de Lego traídas de diferentes partes del mundo. No se me ocurriría decir nunca que mi hijo es menos fantasioso que yo porque juega en un Xbox. Tampoco podría pensar jamás que, por decirle al niño la verdad, le estoy matando la fantasía.
Algunos hemos oído por ahí eso de que los niños de antes tenían más imaginación que los niños de ahora. ¡Qué terrible afirmación! Los niños de antes y los de ahora son muy diferentes porque son diferentes las épocas. Cuando mi hijo tenía 5 o 6 años yo le decía: «Mi vida, juega un ratico con tu amigo imaginario. Los niños de tu edad, en todas las épocas y en todos los países, tienen amigos imaginarios y se divierten mucho jugando con ellos».
Diego, que siempre me supera en todo, me dice: «Ay, mamá, ya jugué con mi amigo imaginario, pero como es invisible me aburrí; además, yo le hablo y no me responde». Yo me pongo a la altura de la gente superficial y le digo: ¿Pero, mijo, dónde está tu imaginación?». Entonces, tocándose la cabeza, me responde: «La tengo aquí, pero la quiero compartir contigo».
Cuando le leí este texto aún inconcluso, como casi siempre hago, él me aseguró que un niño sin fantasía no es un niño y que las personas mayores también tienen fantasía porque si no, no verían la telenovela.
Cuando se aburría de sus juegos tecnológicos y sus juegos de mesa, a veces, se entretenía amaestrando a un gregorino, un bichito prieto con patas de alambre que quiere ser equilibrista. El gregorino siempre fue imaginario, hasta que un día se encontró un juguete de adultos muy parecido a su invención y me dijo emocionado: «Viste, mija, yo sabía que sí existía».
¿Acaso con esas palabras estaba matando su fantasía o con esa certeza la hacía más viva?