«Las niñas deben vestirse como tal», dice mi vecina María Antonia. «¿Qué es eso de estar luciendo tacones, pintarse los labios y ponerse sayita corta?». En su tiempo las cosas eran diferentes, dice. «Las mujeres de la casa vestíamos decentemente: la saya no más de tres dedos encima de la rodilla. Sí, mijita, usar ropa ligera es andar por ahí provocando a los hombres y una mujer debe darse a respetar, con educación».
Las creencias de María Antonia, aun cuando parten de la crítica a la erotización precoz de los cuerpos en la infancia, expresan al mismo tiempo muchos de los mitos y estereotipos de género que se reproducen en la educación y socialización diferenciada que viven niñas y niños de acuerdo con las normas de género establecidas culturalmente.
Existe una construcción sociocultural binaria de cómo debe ser un hombre y cómo debe ser una mujer. Desde estos patrones sexistas se asignan «el rosa, el vestido y el trabajo doméstico no remunerado para mujeres» y «el azul, el poder, el espacio público, trabajo remunerado y visibilizado para hombres».
Las expropiaciones derivadas de estos supuestos para los géneros, cuestionan, por ejemplo, el derecho a ejercer una paternidad responsable, con las mismas disponibilidades de tiempo y compromisos en el trabajo de cuidados para hijas e hijos.
En cierta medida, también desconocen el derecho a la realización de proyectos profesionales para las mujeres, sin tener que subordinarlos al mandato de la maternidad como destino inexorable o sucumbir a los encantos de maternidades idílicas que naturalizan e invisibilizan los cuidados, como si no fueran un trabajo que debe ser dignificado, visibilizado y remunerado.
«Las niñas son coquetas, presumidas, cariñosas, tranquilas y bonitas», dice María Antonia. «Los niños, fuertes, valientes, inteligentes, traviesos».
«Yo eduqué a mi hijo Alberto con mano dura y le enseñé desde chiquitico la importancia de ganarse la vida y buscar dinero para la casa. La educación con Carmen fue ser una mujer como Dios manda, a atender una familia», continúa mi vecina.
La educación sexista y machista, esa que perpetúa formas tradicionales de ser mujer y ser hombre, al anular la existencia de otras expresiones sexuales y de género posibles, establece jerarquías, pondera la hegemonía masculina y fomenta la desigualdad por motivos de género.
Carmen, la hija de María Antonia, no solo ha sido entrenada para aceptar la distribución desigual de labores domésticas, la elección forzada del trabajo social naturalizado, no remunerado y, consecuentemente, la dependencia económica de otra persona (hombre) que pueda proveer y garantizar la manutención económica del hogar.
Ha aprendido además a hacer del hogar su único templo: a vivir para el resto descuidando proyectos de vida que contribuyan a su desarrollo personal y su autonomía.
Alberto, por su parte, ha sido condicionado a aprender las cualidades que deben definir a un hombre de acuerdo con el modelo hegemónico de masculinidad.
Ser proveedor absoluto del hogar y asumir el liderazgo como mandato en diversos escenarios sociales, han sido los roles asignados a su género en detrimento de desempeñar funciones que garanticen una participación activa en la vida doméstica, la educación de su familia y el ejercicio pleno de su paternidad.
VESTIR SEGÚN EL MANDATO
La cultura nos precede. Cuando nacemos, existe ya una organización y herencia cultural, a partir de la cual nuestra vida y desarrollo se despliegan. Cuando una mujer está embarazada es recurrente la pregunta «¿traes hembra o varón?».
Una vez que se sabe el sexo, a partir del reconocimiento de los atributos primarios visibles en el ultrasonido, comienza la elección del nombre, la selección de prendas de vestir y juguetes. Los colores puestos en el centro una vez más serán habitualmente el azul y el rosa.
A medida que transcurre el proceso de crecimiento, a niñas y niños se les compran juguetes diferentes. La muñeca o el bebé, en su conjunto con el cochecito, la tetera y el juego de cocina para las niñas; el carrito, la pistola, la pelota y el juego de soldaditos para los niños.
El juego de roles es un tipo de actividad que comienza de forma natural a partir de los tres años de edad de acuerdo con las teorías del desarrollo sicológico y acompaña gran parte de la etapa preescolar y escolar.
Tiene un papel esencial en el desarrollo del siquismo y el aprendizaje infantil en su función de modelar y preparar a infantes para la vida.
Jugar a las casitas, a ser mamás o papás, esencialmente, jugar a los oficios y profesiones, son actividades lúdicas que facilitan la imitación y representación mental de diversas formas de organización de la vida social. ¿Acaso estos juegos no constituyen los primeros adoctrinamientos de género?
Las posibilidades de reproducir y simbolizar mediante un juego la realidad social conduce al desarrollo de habilidades sicológicas como la creatividad, la imaginación, el lenguaje y la comunicación, la regulación de emociones, la capacidad de discernir entre el mundo real y el imaginario y la socialización.
Mediante el juego también se expresan las normas sociales y de género que desde la infancia aprendemos en la interacción con la cultura y con otras personas.
¿Qué ocurre cuando desde este juego de roles se estimulan aprendizajes sexistas de forma incidental y se reproducen estereotipos de género?
Ver a un niño cargar, mecer y cuidar a una muñeca ha sido tan alarmante para algunas familias, como que una niña prefiera pegarle a un balón de fútbol en vez de jugar a las casitas.
Los miedos y las preocupaciones familiares se articulan con etiquetas como «niño mariquita» o «niña marimacha». La educación sexista y heteronormativa se hacen aliadas para perpetuarse en los espacios educativos habituales.
Poner un bebé en brazos de una niña que apenas tienen conciencia de sí misma es una forma de condicionar el mandato de la maternidad. No es casual que las industrias fabriquen juguetes para niñas a partir de la simulación de objetos que conforman la vida doméstica, y para niños, mediante la simulación de objetos que abundan el espacio público, del trabajo visibilizado.
GÉNERO Y PEDAGOGÍA
En las escuelas también se reproducen estereotipos de género mediante los currículos ocultos, entiéndase aquellas creencias, imaginarios y valores que se transmiten de forma no intencionada e incidental; haciendo presente un mundo configurado a partir de polos opuestos y divididos.
Estos aprendizajes incidentales, no explícitos en planes de estudio formales, reproducen y legitiman relaciones de desigualdad entre los géneros.
El sexismo aparece no solo mediante el uso intencional del lenguaje no inclusivo y excluyente: «Todos los niños del aula deben llegar temprano», «Señores, hagan silencio» o «Los pioneros deben usar correctamente el uniforme».
Otra forma es la promoción diferenciada del aprendizaje por áreas del conocimiento: las asignaturas de letras y humanidades para niñas y las asignaturas de ciencias para niños.
La feminización característica de determinadas ocupaciones, profesiones y disciplinas es una prueba fehaciente de ello.
Los mensajes sexistas abundan en historias de princesas, cuentos de hadas, canciones de cuna y juegos de recreo escolar; invaden el mundo de las comunicaciones y de la publicidad. En la televisión representan a las mujeres con delantal, cocinando algún alimento o realizando la limpieza del hogar.
Si ser mujer, ser hombre o tener otra identidad de género, como procesos identitarios que definen la existencia humana, son construcciones culturales que hemos aprendido en el proceso de subjetivación de la cultura, pudiéramos apostar por que estas nos dignifiquen y favorezcan nuestras libertades fundamentales como seres humanos.